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domingo, 25 de julio de 2010

MENSAJE EN UNA BOTELLA ( I ).- (Amelia y Héctor. Relato conjunto)

Os vamos a dejar hoy un relato conjunto, pero que presenta la peculiaridad de que tiene dos finales distintos. Por eso, al mensaje en la botella, le dedicaremos dos post.

Os dejamos el primero:




MENSAJE EN LA BOTELLA


Calma.

Sólo una ligera brisa dejaba sabor a mar en la boca. El sol, cayendo con fuerza sobre la superficie del mar, provocaba reverberaciones de brillos inimaginables. Y sólo un cielo azul por todo testigo…

Estaba sola en aquella pequeña cala. Consciente de su soledad, no tuvo pudor alguno en su desnudez y así, desnuda, se tumbó, tras un refrescante baño, sobre la arena cálida. Pronto sintió un sopor dulce que la inducía al sueño, inevitablemente. Se estaba bien así, apagados los recuerdos, detenidos los pensamientos y sólo en pié las sensaciones.

Cerró los ojos y se abandonó a sus sentidos. Sintió cada grano de arena masajeando tímidamente la piel de su espalda y su cuerpo, imperceptiblemente, y obedeciendo a sus propios instintos, comenzó a bambolearse ligeramente para ampliar el efecto del masaje. Se concentró, durante unos minutos, simplemente en sentir, mientras acomodaba su cuerpo al lecho de arena. Un latigazo de placer le recorrió toda la columna y aumentó el ritmo de su contoneo sobre la arena. Contrajo sus nalgas y las relajó repetidas veces, y los granos de arena parecieron convertirse en manos que las acariciaran.

Mientras, el sol iba, poco a poco, resbalando por su piel y secando la humedad del cuerpo, templándolo con caricias cálidas, amables, suaves… Y esa tibieza besó su cuello; ella lo sintió junto al lóbulo de su oreja como un susurro, como si el propio astro le murmurara palabras de amor, y ladeó la cabeza y apartó su pelo, consintiendo y asintiendo al juego apasionado que su cuerpo anhelaba de aquellos rayos cálidos y embriagadores. Se arqueó ostensiblemente para recibirlos sobre su pecho y les ofreció sus senos que reaccionaron al envite del sol y, reclamando otras atenciones más precisas que la simple caricia solar que ya los excitaba, sus pezones se erigieron provocadores. Sus manos comenzaron a rozarlos, primero con cierta timidez, decididamente a los pocos segundos. Los ligeros pellizcos que les dedicó arrancaron de sus labios un gemido placentero y sintió como su boca insalivaba abundantemente. Atendió a la llamada y untó sus propios dedos en la saliva, refrescando con ella los botones álgidos de sus senos, que obedecieron de inmediato, como electrificados, y se endurecieron más aún, sin recato alguno. Se arqueó más y, con nuevo afán, los pellizcó ya sin ambages, mientras sentía entre sus piernas una calidez extrema y una llamada al delirio.

Juntó los muslos, presionando su sexo, buscando con ello un empuje sobre el propio centro del gozo. Abandonó la miel de uno de los pezones y volvió a ensalivar su mano que, solícita, acarició sus labios. Introdujo sus dedos en el volcán que ya era su sexo y lo acarició mientras se arqueaba más y más, ofreciendo a su propia mano la pasión que atesoraba. Presionó entre sus dedos, con la fuerza que suplicaba su cuerpo, el pequeño órgano de placer hasta arrancarle temblores a sus piernas. Atrajo ahora su otra mano a su espacio generoso en flujos y en humores y empujó sus dedos, con fuerza, bien dentro de él, mientras cimbreaba su pelvis al ritmo que imponían sus manos en su sexo. Permitió que sus dedos, enloquecidos, entraran y salieran de la cueva del placer y que investigaran los rincones de su nido. Se separaron los dedos dentro de sí con ahínco, pellizcaron las paredes, las rozaron con rítmico tesón, arañaron aquel canal que los albergaba y convirtieron los gemidos en gritos de placer. Una marea de humedades llenó los dedos de una gelatina cálida mientras que, en un temblor profundo y excelso, todo el cuerpo estalló en gozo. Un prolongado segundo de contener el aliento ante el súmmum alcanzado, y un jadeo que pedía intensidad plena. Dedos locos que alocados se lanzaron en contienda, ya sin medida y el último grito que acalló el sonido acompasado de la naturaleza…

El mar, testigo del capricho solitario de aquella hembra, besó sus pies y templó el ánimo cálido que la embargaba. Despacio, acariciando las paredes de su oquedad, sacó los dedos y los acercó a su boca. Quiso conocer el sabor de su deseo, y los chupó con cierta timidez y se sorprendió de su propia dulzura. Relajó, poco a poco, su cuerpo, y dejó que las manos lo acariciaran, ahora, lentamente, muy lentamente.

Abrió los ojos y la luz del sol la cegó un instante. Pestañeó un rato, hasta acostumbrase, para, con calma, volver a la realidad de la tarde en aquella perdida cala. Sintió de nuevo como una ola lamía sus pies y obedeció la llamada del mar. Se levantó rauda y se sumergió, sin más retraso, en las aguas frías que terminaron de acallar los gemidos que aún temblaban en su boca.

Un rumor tenue de olas acompasó el ritmo de su respiración, alterada instantes atrás, a su constante devenir y el recuerdo del gozo se disolvió entre las aguas.

Como una sirena añorada, Claudia -así se llamaba la muchacha- emergió de las aguas como una Venus, conformando en un instante fugaz la estampa de una pintura antigua. Recomponía su respiración y sus pensamientos con esa sensación de vuelta a la realidad que acontece tras la pequeña muerte del orgasmo, como cuando surgimos de la oscuridad silente de una sala de cine y nos golpean el bullicio y las múltiples luces de la poblada avenida. El altivo sol la deslumbraba, así que al girar su cabeza para perseguir con la mirada una gaviota gris que volaba rasante sobre el mar, no percibió en un principio más que un bulto oscuro varado sobre la arena, un bulto que sin embargo pareció moverse. Asustada, Claudia corrió a vestirse; mejor sería salir de la cala corriendo sin mirar atrás, pero por uno de esos impulsos que una nunca acaba de explicarse, con el teléfono móvil en una mano y las sandalias en la otra se aproximó, ya cubierta de ropa, al fardo, al ser semoviente, temerosa. Y Claudia vio a un hombre, un hombre negro descalzo y con el torso desnudo que parecía haber sido vomitado por el mar.

Rápidamente comprendió lo que pasaba. Telefoneó al servicio de urgencia para dar cuenta del naufrago y después sigilosamente se acercó hasta él. El hombre estaba boca abajo y la muchacha temió que se ahogase, tomándolo por las axilas lo extrajo de la rompiente de las olas, arrastrándolo con dificultad hasta lograr que apoyase su espalda contra una roca. Claudia se sirvió de la botella de agua que había traído en el bolso y le dio de beber, al contacto con la frescura del agua, sus labios reaccionaron, lentamente recobraba la conciencia. Era un joven hermoso pese a las porciones de piel quemadas, bien conformado, el torso musculado sin excesos artificiales, los ojos rasgados, las pupilas color café enmarcadas por un blanco enrojecido, los labios gruesos y llagados pero aún sugerentes. Un hombre que volvía a la conciencia con sed, y que terminó de beberse toda el agua de la botella, más de un litro, y como si le doliesen los labios al hablar, apenas se le oyó decir merci. Claudia lo cubrió con la toalla al verle tiritar y como no parecía que el frío lo abandonara, lo abrazó con ternura, mientras el joven declinaba su enfebrecida frente sobre los pechos mullidos de la mujer. Sosteniéndolo entre sus brazos, Claudia experimentó una borrachera de ternura, una compasión que la estremecía. Lo sentía entre sus brazos tan desamparado, tan vulnerable, incluso frágil como una pieza de cristal. Lo estrechó con fuerza, o acunó y obedeciendo a una inclinación insospechada, le besó en los párpados y le acarició el pelo hasta el momento en que llegaron los sanitarios de la Cruz Roja.

Al día siguiente por la tarde, Claudia regresó a la cala, cargada con una alegría y un orgullo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Resonaban en sus oídos las palabras de los sanitarios, agradeciéndole el haber socorrido al joven inmigrante: “Si no es por usted, el chico habría muerto”, le dijeron. Nunca había hecho nada heroico, así que aquella novedad la enervaba. Se desnudó, como solía hacer, molesta con las prendas que la cubrían y se precipitó sobre la arena caliente. Desnuda se enfrentó al sol, regocijándose con la tersa y cálida temperatura. Como en el día anterior volvió a sentir una embriaguez creciente y sus diligentes manos se aprestaron a repartir caricias. Si en la tarde anterior, su voluptuosidad se nutría únicamente de la naturaleza, ahora era aquel sentimiento de compasión hacia el joven negro lo que alimentaba su sensualidad. Haber salvado una vida ¿no suponía haber salvado un poco a toda la humanidad?

Rememoró la ternura habida mientras su mano pellizcaba uno de sus pezones a la vez que su otra mano se deslizaba entre sus muslos, y reconstruía el sabor a sal y el contacto con los ensortijados cabellos en el instante en que su mano derecha alcanzó los arrabales de su vagina solícita de humedades. Y fue el arrebato de intensa compasión que reverberaba de nuevo en su conciencia lo que la llevo secretamente a pulsar el botón mágico, a posar el dedo ensalivado en el epicentro del placer, a través de sus labios, abiertos como una flor indecente. Arqueó su cuerpo y el aire se tiñó de gemidos. Oleando desde sus profundidades de mujer, brotó el orgasmo como un relámpago, como una descarga eléctrica, despeñando por el vacío cualquier atisbo de control, arrancándole gritos, sumiéndola en un atisbo de placer; un climax que atravesó su cuerpo y empapó sus dedos. Claudia se sintió después extraña y atemorizada, nunca le había pasado algo así. NO era por el orgasmo, -estupendo, pero tan similar a otros muchos-; era porque jamás le había turbado sexualmente un acto de bondad. Nunca la ternura y la compasión la habían excitado de aquella manera. Consciente que había descubierto una nueva y más intensa forma de amar, se vistió con prisas y abandonó la cala, asustada.

4 comentarios:

  1. Sensualidad y ternura. Me recuerda el mundo fascinante que llevamos dentro y que no es mas que la riqueza con que vivimos y sentimos nuestras emociones.

    A mi no me importaría nada que me tomara la brisa.

    Un besito...a repartir.

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  2. Jejejeje... o sea, que si la brisa anda dispuesta, tú te animas a todo, ¿no?, jejeje. ¡Menuda eres!.

    Sensualidad y ternura, por supuesto. Y lo que tú dices, vivir nuestras sensaciones con entrega, vivir nuestro propio yo de todas las formas posibles, sin ningún tipo de prejuicio ni de sombra. Uno, en realidad, sólo se tiene a sí mismo. Lo mejor, no dejar pasar ocasiones de quererse un poco y satisfacerse.

    A ver si voy publicando ya el otro final de la historia...

    un beso

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  3. Eso que pones al final del blog, me gusta; es mas creo que lo que impera hoy en día es la falsedad o la falta de honestidad. No, no me refiero a hacer uso de imágines que no son tuyas, si no, dejar caer haber si cuela, dibujos pinturas que están sujetos a los derechos de autor,y una y otra, lo vemos diariamente, que lo menos que puden hacer es una referencia al autor o medio del que se sirven.

    No es lo mismo que en un relato te subas una foto que no es tuya, a que pintes o dibujes y hagas pasar eso como si fuera un trabajo propio.

    Así que si quieres copiar un cuadro , debes poner el nombre del autor, tanto si es conocido como si es una viñeta de periódico.

    Esto tendría que sancionarse duramente.

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  4. Tengo muy claro que lo que no quiero para mí, no debo hacerlo con los demás. Mis textos, mis poesías, me cuestan mi trabajo y mi dedicación. No me importa que se reproduzcan siempre que figure mi autoría, por eso mismo, cuando subo un trabajo de otro, si conozco el nombre del autor, he de exponerlo publicamente con su obra. La mayor parte de las fotografías que vemos en internet son anónimas, y por eso las uso. Pero si su autor las reconoce, todos los derechos son de él y yo así he de considerarlo

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