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miércoles, 18 de agosto de 2010

MENSAJE EN UNA BOTELLA ( II ).- (Amelia y Héctor. Relato conjunto)

Os dejo la segunda versión anunciada de "MENSAJE EN UNA BOTELLA". La primera parte se repite íntegra, variando sólo la segunda parte, es decir, le damos un giro completo, sin variar ni las circunstancias, ni el escenario. Esperamos que os guste.


Calma.

Sólo una ligera brisa dejaba sabor a mar en la boca. El sol, cayendo con fuerza sobre la superficie del mar, provocaba reverberaciones de brillos inimaginables. Y sólo un cielo azul por todo testigo…
 
Estaba sola en aquella pequeña cala. Consciente de su soledad, no tuvo pudor alguno en su desnudez y así, desnuda, se tumbó, tras un refrescante baño, sobre la arena cálida. Pronto sintió un sopor dulce que la inducía al sueño, inevitablemente. Se estaba bien así, apagados los recuerdos, detenidos los pensamientos y sólo en pié las sensaciones.
 
Cerró los ojos y se abandonó a sus sentidos. Sintió cada grano de arena masajeando tímidamente la piel de su espalda y su cuerpo, imperceptiblemente, y obedeciendo a sus propios instintos, comenzó a bambolearse ligeramente para ampliar el efecto del masaje. Se concentró, durante unos minutos, simplemente en sentir, mientras acomodaba su cuerpo al lecho de arena. Un latigazo de placer le recorrió toda la columna y aumentó el ritmo de su contoneo sobre la arena. Contrajo sus nalgas y las relajó repetidas veces, y los granos de arena parecieron convertirse en manos que las acariciaran.
 
Mientras, el sol iba, poco a poco, resbalando por su piel y secando la humedad del cuerpo, templándolo con caricias cálidas, amables, suaves… Y esa tibieza besó su cuello; ella lo sintió junto al lóbulo de su oreja como un susurro, como si el propio astro le murmurara palabras de amor, y ladeó la cabeza y apartó su pelo, consintiendo y asintiendo al juego apasionado que su cuerpo anhelaba de aquellos rayos cálidos y embriagadores. Se arqueó ostensiblemente para recibirlos sobre su pecho y les ofreció sus senos que reaccionaron al envite del sol y, reclamando otras atenciones más precisas que la simple caricia solar que ya los excitaba, sus pezones se erigieron provocadores. Sus manos comenzaron a rozarlos, primero con cierta timidez, decididamente a los pocos segundos. Los ligeros pellizcos que les dedicó arrancaron de sus labios un gemido placentero y sintió como su boca insalivaba abundantemente. Atendió a la llamada y untó sus propios dedos en la saliva, refrescando con ella los botones álgidos de sus senos, que obedecieron de inmediato, como electrificados, y se endurecieron más aún, sin recato alguno. Se arqueó más y, con nuevo afán, los pellizcó ya sin ambages, mientras sentía entre sus piernas una calidez extrema y una llamada al delirio.

Juntó los muslos, presionando su sexo, buscando con ello un empuje sobre el propio centro del gozo. Abandonó la miel de uno de los pezones y volvió a ensalivar su mano que, solícita, acarició sus labios. Introdujo sus dedos en el volcán que ya era su sexo y lo acarició mientras se arqueaba más y más, ofreciendo a su propia mano la pasión que atesoraba. Presionó entre sus dedos, con la fuerza que suplicaba su cuerpo, el pequeño órgano de placer hasta arrancarle temblores a sus piernas. Atrajo ahora su otra mano a su espacio generoso en flujos y en humores y empujó sus dedos, con fuerza, bien dentro de él, mientras cimbreaba su pelvis al ritmo que imponían sus manos en su sexo. Permitió que sus dedos, enloquecidos, entraran y salieran de la cueva del placer y que investigaran los rincones de su nido. Se separaron los dedos dentro de sí con ahínco, pellizcaron las paredes, las rozaron con rítmico tesón, arañaron aquel canal que los albergaba y convirtieron los gemidos en gritos de placer. Una marea de humedades llenó los dedos de una gelatina cálida mientras que, en un temblor profundo y excelso, todo el cuerpo estalló en gozo. Un prolongado segundo de contener el aliento ante el súmmum alcanzado, y un jadeo que pedía intensidad plena. Dedos locos que alocados se lanzaron en contienda, ya sin medida y el último grito que acalló el sonido acompasado de la naturaleza…
 
El mar, testigo del capricho solitario de aquella hembra, besó sus pies y templó el ánimo cálido que la embargaba. Despacio, acariciando las paredes de su oquedad, sacó los dedos y los acercó a su boca. Quiso conocer el sabor de su deseo, y los chupó con cierta timidez y se sorprendió de su propia dulzura. Relajó, poco a poco, su cuerpo, y dejó que las manos lo acariciaran, ahora, lentamente, muy lentamente.

Abrió los ojos y la luz del sol la cegó un instante. Pestañeó un rato, hasta acostumbrase, para, con calma, volver a la realidad de la tarde en aquella perdida cala. Sintió de nuevo como una ola lamía sus pies y obedeció la llamada del mar. Se levantó rauda y se sumergió, sin más retraso, en las aguas frías que terminaron de acallar los gemidos que aún temblaban en su boca.
 
Un rumor tenue de olas acompasó el ritmo de su respiración, alterada instantes atrás, a su constante devenir y el recuerdo del gozo se disolvió entre las aguas.

Como una sirena añorada, Claudia -así se llamaba la muchacha- emergió de las aguas como una Venus, conformando en un instante fugaz la estampa de una pintura antigua. Recomponía su respiración y sus pensamientos con esa sensación de vuelta a la realidad que acontece tras la pequeña muerte del orgasmo, como cuando surgimos de la oscuridad silente de una sala de cine y nos golpean el bullicio y las múltiples luces de la poblada avenida. Caminó hasta las ropas bien dobladas y el bolso de playa, extrajo la toalla y se secó a su abrigo, perdiéndose en su apetecible y suave roce textil. Consultó la hora en el reloj. Dentro de tres horas debía estar en el laboratorio. Eres rara, se dijo a sí misma; se lo había reprochado tantas veces que le extrañaba que la frase desgastada por el uso no hubiese perdido aún todo su significado, su carga de incomodidad. Y tras la acusación, nuevamente la perplejidad, mientras se vestía morosamente. ¿Por qué no era como las demás? ¿Por qué no le motivaban los pechos enormes de pezones erguidos con su cenefa de aureolas oscuras como secretos y los depilados montes de Venus? ¿Por qué no podía ser como sus amigas y sus compañeras de trabajo de dedos exploradores y lenguas hábiles y entrecruzar de piernas para hacer que se besaran los sexos con fruición hasta alcanzar el cielo? ¿Era ella la única en el mundo que sentía aprensión al sabor a mar y al aroma de almizcle que emanaba la hambrienta hendidura? No conseguía excitarse pensando en otras personas. Y sin embargo, la caricia del sol de mediodía en primavera, las tórridas noches de verano en que se despertaba pegajosa y bañada en sudor, incluso una tarde de invierno calentándose ante un leño que arde; provocaba en Claudia una desazón, una confusión de las apetencias, un deseo inconcreto que culminaba demasiadas veces con la palma de su mano aplanando el bajo vientre y los dedos traviesos jugando con los rizos antes de hundirse en el más hermoso de los misterios, en su oscura gruta de coral. Le perturbaba la naturaleza como si recibiera una llamada de la espesa selva, reclamos de prohibidos inframundos, respuestas a mensajes que se derramaban del cuenco del instinto; una naturaleza yerma de humanidad que le susurraba penumbras al oído. Con espanto, Claudia recordó mientras se ajustaba las sandalias, su visita a la hípica y la contemplación de un macho cubriendo una yegua, la turbación que le produjo y la mala conciencia mojada en asco que la atormentó durante días, aquella dolorosa sensación de sentirse irremediablemente sucia. ¿Por qué ella no era como las personas normales? Tampoco entendía la muchacha aquella obsesión por tratar de imaginarse la vida antes de la Revolución, cuando los hombres aún no habían sido exterminados ¿Ella hubiera sido una más de aquellas mujeres primitivas, abyectas y alienadas que practicaban el sexo con sus verdugos? Le asustaba hacerse esa pregunta, por el temor a descubrirse contestándola afirmativamente. Gracias a la tecnología los hombres fueron eliminados, desde que se podían generar espermatozoides de células madre desde cualquier tejido humano –precisamente el laboratorio en el que trabajaba se dedicaba a ello-, los machos ya no eran imprescindibles. Qué rara eres Claudia, se volvió a reprochar la muchacha. Las dirigentes habían dejado bien establecida la cuestión, tras la Revolución que acabó con los hombres, el mundo había alcanzado la perfección.

2 comentarios:

  1. De los dos finales me quedo con este, es mas arriesgado, mas original.
    Pero los hombres, pobres, que no los elimine nadie eh. Fuera bromas, creo que el mundo así está bien.

    Luego que cada uno elija la opción que mejor le vaya o quiera, que nadie es el ombligo del mundo eso está muy claro.

    Y que algunas mujeres son autosuficientes, para estos menesteres placenteros y para lo que se tercie, jejeje.....es broma.

    Estupendo relato.

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  2. Estoy de acuerdo contigo, plenamente.

    Esta segundo final es mucho más arriesgado y original. Tal vez por ello, por inesperado, me resulte muy atractivo.

    En cuanto a lo de los hombres... a pesar de todo, ¡déjalos estar!, jejeje.

    Un besiño


    Amelia

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