NO NOS PLAGIES

Todos nuestros textos cuentan con las garantías registrales oportunas en los Registros de la Propiedad Intelectual de A Coruña y Barcelona. Así mismo están protegidos en la red con licencia Creative Commons y con el registro de Copyright, Safe Creative.
Cualquier uso de los textos aquí expuestos ha de contar con nuestra autorización y siempre que, además, se referencie a su autor o autores. No nos plagies.

los autores

Si pinchas sobre los siguientes enlaces, podrás acceder, de forma específica, a los post de cada uno de los autores de este blog, o a los que hemos escrito de forma conjunta.

viernes, 3 de septiembre de 2010

En la basílica (IV).- Epílogo. Una súplica



4. Epílogo. Una súplica.


¡Mírame!,

no puedes dejarme así...

¡No he bebido aún todo el sabor de tus labios

ni he apurado hasta la última gota de tu néctar!


miércoles, 1 de septiembre de 2010

En la basílica (III): ANATEMAS EN LA PIEDRA


3.- Anatemas en la piedra


La piedra me devuelve

el eco oscuro de tus pasos;


pasos que se pierden y laceran


lo más profundo del templo


Un gélido dolor recorre


las aristas de los capiteles


y estremece, los muros y las torres,


el lamento hiriente del badajo




Bronces al viento,


piedra llorando musgos en barbecho,


letanía de versos,


baile de luces y sombras


con regusto a sándalo y a incienso




Preciso el latido profundo


del santo dormido


en algún rincón de la girola;


sangre en los poros,


suspiros rotos en las vidrieras,.


lamentos y ausencia


en los perfiles del alba.




Cadencias de cópula


en el estridente llanto de los santos,


oscuros presagios de más llantos


(acaso la esperanza dormida


buscando anatemas en la piedra)

martes, 31 de agosto de 2010

En la Basílica (II): Eva. Irreverencias.





2.- Eva. Irreverencias




Por un segundo he leído tus poemas según la posición de tus dedos. Por un segundo mis ojos han sentido intensamente un iris de luz nueva en ellos.

Apenas una décima de segundo me bastó para saber que te acercarías a mi mesa y que tus palabras me llevarían a tus brazos. Y que el amargo café que dejaba en aquella mesa nunca más podría ser consumido por mis labios. Quedaron presos en una boca que prometía el infinito.

No más de un instante sentí tu cuerpo junto al mío. Y sentí que no podría pararlo. Que el propio deseo sería más fuerte que la oportunidad de arrepentirme y escapar de la locura que me devoraba.

Pero el instante se convirtió en tiempo indefinido. Y sin saber qué manos me abrazaban ni qué boca investigaba mis misterios, me abandoné al deseo. Manos de poemas y besos de epopeyas plagaron mi cuerpo, mientras mi prosa corría ávida por tus rincones. Tus rimas recorrieron mi pecho que, excitado, se ofreció, solícito. Tus metáforas se pararon en mi vientre que tembló, impreciso. Una estrofa de pasión siguió bajando y, como corola que ante el sol se abriera presta, cedí ante tu pluma de poeta y permití tu paso por mis letras. Y corrieron, los verbos, por nuestros cuerpos; los predicados que exhalábamos marcaban un ritmo preciso y acompasado de pasiones. Cerré los ojos para ampliar las sensaciones y el mundo desapareció, de pronto. NO había más que un par de palabras que lo llenaban todo, susurradas suavemente, dulcemente, entre tu pelo y el mío, "te quiero". Y, acallándose el silencio más aún, en ese instante en que el cielo se abrió para escucharnos, un sutil suspiro lleno de sensaciones perfumó el aire. Y expiró de inmediato mientras nos fundíamos en el fuego del beso más deseado. ¿Estaban nuestras lenguas, acaso, confirmando que éramos, por nuestro propio desacato, reos de muerte, sentenciados?

Abrí los ojos, nueva. Nuevo era todo desde ese instante. Nuevo mi cuerpo que vibraba ante el literario escenario del amor. Miré a mi lado y … ¡no había nadie!.

Te había soñado.

Tal vez, sólo tal vez, en esta ocasión, fuéramos indultados. La guillotina no caería sobre nuestras cabezas. Sólo había sido soñado...

Pero las sábanas guardaban el secreto. Ellas se apropiaron de nosotros y nuestra estela de amor quedó impresa, para confirmar mi sueño. La prueba la guardo yo. Sólo yo conozco este relato. Sólo yo he sentido tus palabras como saetas ardientes en mi sexo. Te guardaré el secreto.








martes, 24 de agosto de 2010

En la basílica (I)






Quiero dejaros, hoy, un relato cuya peculiaridad es que lo desarrollo en cinco fases. Una historia inicial, "En la basílica", a la que he añadido las sensaciones del personaje principal en  una continuación intimista, "Eva. Irreverencias", a las que he acompañado un poema en el que he volcando mis propias sensaciones, "Anatemas en la piedra". Cierro la propuesta con una súplica de continuidad que, en sí, es el grito interno del personaje principal que motiva el propio devenir de la historia, en un ciclo del que sus personajes ya no pueden escapar. Y finalizo con mi último poema, en realidad, todo un  manifiesto de mi herejía.

Os dejo, pues, todo el conjunto, en cinco capítulos, perdonando por la extensión de todo el conjunto. Espero sea de vuestro agrado.



1.- En la Basílica


El templo estaba prácticamente a oscuras. Sólo las danzantes llamas de las velas iluminaban ligeramente la estancia, con una tenue luz que proyectaba, ampliadas, las largas y zascandileantes sombras de todos los santos que se apostaban en las hornacinas que por doquier saturaban las paredes del recinto, uniéndose todas ellas, en su baile, en un beatífico abrazo que disipaba los contornos de las cosas, produciendo una sensación casi fantasmagórica. Todo se mantenía en pesado silencio. Sólo el ligero crepitar de las tímidas llamas, el perdido crujir de alguna gastada madera y los apagados pasos de algún curioso roedor que se adentrara en el templo buscando, acaso, un refugio.

Olía intensamente a incienso y cera. Se confundían estos olores con los penetrantes y enmohecidos regustos de humedades en la piedra, que exhalaban con ellos los recuerdos de tantas plegarias, homilías, salmos y sermones.

Hacía frío; Las inmensas naves no podían retener el calor que no existía en el santo aposento. En un lugar de oración y penitencia cabe esperar el sacrificio y ¿Qué mayor sacrificio, para el orante, que ofrecer el frío intenso que sufre a la divinidad? Mejor eso, en cualquier caso, que el terrible cilicio o el flagelo.

Eso, al menos, pensaba aquella figura que se escondía en una de las muchas capillas laterales; en aquella, la más pequeña, siempre a oscuras, donde nadie osaba encender nunca una vela, y en la cual ningún exvoto recordaba que aquel santo recibiera adoración alguna.

Un santo yacente, olvidado, un santo innómine, que no merecía siquiera un exvotario o un triste cirial. La tímida presencia del yacente y un simple reclinatorio por todo adorno; por no haber, no había en la estancia ni cepillo

Sin embargo, para Eva, aquella capilla ejercía una atracción enfermiza. Se acercaba a ella todas las mañanas, cuando nadie visitaba el templo o, como mucho, alguna vieja beata que con monótona letanía adormecía más la estancia, En silencio se arrodillaba en el único reclinatorio, y cerraba los ojos, con devoción, sumiéndose en un estado de éxtasis acompasado por el rítmico vaivén de su cuerpo.

Nadie que la conociera bien podría imaginar qué la llevaba a aquel rincón y qué la sumía en aquel estado pues, lejos de beaterías, era una mujer de mundo, activa, dinámica, simpática y cordial; su vida se fugaba entre circunstancias absolutamente mundanas, ante las que se rendía sin oponer lucha alguna. Agnóstica y un tanto despechada con tantos mitos vanos y creencias impuestas, su postura herética era bien conocida por todos aquellos que la trataban.

Pero allí estaba, día tras día, sumida en un arrebato místico que ni ella misma entendía.


Todo empezó semanas atrás:

Durante algún tiempo solía pasear por un adormecido barrio que se le antojaba encantador y cuyas calles confluían en una pequeña placita presidida por un bello templo de porte elegante y de formas sencillas al que todos se referían como "la basílica". Frente al templo, un recogido y acogedor café se convirtió, cada día, en visita obligada. Allí, donde no conocía a nadie y nadie podía reconocerla, invertía un par de horas diarias meditando y garabateando folios en blanco con ideas para su próxima novela. El éxito aún no le había sonreído de forma definitiva en su quehacer literario, no obstante, contaba con algún premio en su cartera, lo que, desde luego, le animaba a perseverar en la compleja labor de escritora.

Un buen día, al poco tiempo de frecuentar aquel café, un joven apuesto de mirada enigmática y atractiva con el que ya se había cruzado alguna vez junto a las escaleras que daban acceso a la iglesia, se sentó en una mesa próxima a la que solía ocupar Eva. En el preciso momento en que se cruzaron sus ojos, sus miradas se contaron las historias de sus vidas y ese sólo instante fue suficiente para saber que de allí ya no saldrían como entraron.

Eva saboreó su delicioso café, celebrando el olor penetrante que desprendía, con la mirada perdida o, talvez, atrapada en los ojos que ya no miraba.

Él, inquieto, extrajo unos folios del interior de su cartera y los extendió sobre la mesa con gesto nervioso e impreciso. Comenzó a emborronar sobre el papel palabras inconexas evitando levantar la mirada.

El tiempo galopaba al mismo ritmo trepidante que los corazones desbocados de aquellos desconocidos.

Vestía un día luminoso y la brisa revoltosa se entretenía descontando de los árboles las últimas hojas secas con que tapizar una mullida alfombra sepia sobre el adoquinado de la plaza. Despertaba la mañana una alegre cancioncilla infantil, procedente de un grupo de niños que jugaban próximos, con notas que salpicaban el deambular pesado y abstraído de Eva hasta el momento preciso en que indisciplinada pelota la rescataba de sus ensoñaciones.

Cuando una interminable lista de actividades cotidianas habían consumido el resto del día y, recibiendo la noche, sentada frente a su escritorio, su pluma cedíó ante una imaginación desbordada de la que surgieron las más bellas historias.

A la mañana siguiente, cuando él llegó, no habían pasado más de unos minutos en que ella se había reunido con la humeante taza de café. Otra vez, se cruzaron los ojos, apartando tímidamente las miradas que volvían a buscarse tercas y furtivas.

Así transcurrían los días en que ella adivinaba cada palabra que él garabateaba mientras él arrebataba de sus labios, sorbo a sorbo, el café que ella degustaba.

Sin saber cómo ni por qué, se encontraron sentados en la misma mesa y charlando de mil trivialidades. Salieron juntos del café, trenzadas las manos en las cinturas y, sin otra voluntad que satisfacer el deseo que nacía impetuoso, se fundieron en un apasionado abrazo como preludio del mágico beso que se regalaron.

Apenas dieron tiempo a cerrar la puerta de la casa de Eva para que las manos buscaran y encontraran acomodo en el otro, mientras las bocas se abandonaban en un renovado beso. A cada caricia siguió otra caricia, y a cada beso, otro beso, en una danza sin pausas al ritmo que marcaban los encendidos corazones. Fuegos de artificio iluminaron el cielo en el que se perdieron, mientras torrentes desbocados de deseos corrieron por sus cuerpos. En un momento se pararon todos los relojes y el tiempo les permitió sentir eterno el gozo que les embargaba.

Sudorosos y agotados los cuerpos, jadeantes aún las respiraciones, acelerados los pulsos y satisfechas las ansias; permanecieron abrazados durante mucho tiempo más recreando la mente en el éxtasis alcanzado. Fuentes de besos tiernos y dulces fueron entonces sus bocas, y entre susurros, se musitaron palabras de amor.

"¿Te volveré a ver mañana?", preguntó Eva en un suspiro. Una lágrima cristalina asomó tímida y corrió lenta por la mejilla del joven que, quebrada su voz, dejó caer sobre Eva una enigmática frase "Mañana ya no te tendré, ya no te soñaré como te he soñado, como te he visto. Debo volver a mi realidad".

Ella no acertó a comprender aquellas palabras que, sin embargo, quedaron impresas en su mente y que adivinó definitivas. Mientras un llanto incontenible la sumía en el silencio más duro y pesado, él fue vistiéndose lentamente, sin dejar de acariciarla.

Días después, sin poder acallar la nostalgia que la afligía ni entender realmente aquellas palabras que la atenazaban a un dolor asfixiante, recogió de su buzón un misal en cuya contraportada aparecía, emborronado, un mensaje:

"Te añoro. Te querré siempre. Te esperaré todas las mañanas en la hornacina donde yace el santo sin nombre"


jueves, 19 de agosto de 2010

MI SECRETO


MI SECRETO

Hay un hombre de aceras limpias,
de avenidas rotundas
y de calles generosas;
de horizontes sin grúas,
tejados sin hollines
y panorámica de anhelos;
un hombre ahíto en brillos y  despertares…

Hay un hombre de cortinas abiertas
y estancias luminosas,
sin aristas ni rincones,
diáfano en el periplo de luz
que el mismo engendra
y que aventura, entre evidencias,
pétalos tejidos en hilos de gloria
y clareados en rocíos.

Un hombre que, vestido en ósculos de tisú,
rezuma ámbar en su piel,
regala arándanos en la flor de su labios
y terciopelo en su mirada;
un hombre de sonrisa franca
y verbo sabio y afable
que engalana, en silbos, cada amanecida

Hay un hombre que anuncia,
en la equidad de cada gesto,
un estallido de serpentinas y confeti,
un hombre que promete desmesura
en el manar irredento de agua fresca
de la fuente de su boca
y que entrega, con calidez infinita,
su palabra amable
a la rosa de los vientos
para que la acune
y, en un despertar de trinos,
la acerque a los magnolios
que florecen, ya, en mi alma entregada

Y ese hombre, lo sabes, ¿verdad?
Ese hombre, eres tú…
Pero, ¡calla!,
Es mi secreto,
¡no se lo cuentes a nadie!

miércoles, 18 de agosto de 2010

MENSAJE EN UNA BOTELLA ( II ).- (Amelia y Héctor. Relato conjunto)

Os dejo la segunda versión anunciada de "MENSAJE EN UNA BOTELLA". La primera parte se repite íntegra, variando sólo la segunda parte, es decir, le damos un giro completo, sin variar ni las circunstancias, ni el escenario. Esperamos que os guste.


Calma.

Sólo una ligera brisa dejaba sabor a mar en la boca. El sol, cayendo con fuerza sobre la superficie del mar, provocaba reverberaciones de brillos inimaginables. Y sólo un cielo azul por todo testigo…
 
Estaba sola en aquella pequeña cala. Consciente de su soledad, no tuvo pudor alguno en su desnudez y así, desnuda, se tumbó, tras un refrescante baño, sobre la arena cálida. Pronto sintió un sopor dulce que la inducía al sueño, inevitablemente. Se estaba bien así, apagados los recuerdos, detenidos los pensamientos y sólo en pié las sensaciones.
 
Cerró los ojos y se abandonó a sus sentidos. Sintió cada grano de arena masajeando tímidamente la piel de su espalda y su cuerpo, imperceptiblemente, y obedeciendo a sus propios instintos, comenzó a bambolearse ligeramente para ampliar el efecto del masaje. Se concentró, durante unos minutos, simplemente en sentir, mientras acomodaba su cuerpo al lecho de arena. Un latigazo de placer le recorrió toda la columna y aumentó el ritmo de su contoneo sobre la arena. Contrajo sus nalgas y las relajó repetidas veces, y los granos de arena parecieron convertirse en manos que las acariciaran.
 
Mientras, el sol iba, poco a poco, resbalando por su piel y secando la humedad del cuerpo, templándolo con caricias cálidas, amables, suaves… Y esa tibieza besó su cuello; ella lo sintió junto al lóbulo de su oreja como un susurro, como si el propio astro le murmurara palabras de amor, y ladeó la cabeza y apartó su pelo, consintiendo y asintiendo al juego apasionado que su cuerpo anhelaba de aquellos rayos cálidos y embriagadores. Se arqueó ostensiblemente para recibirlos sobre su pecho y les ofreció sus senos que reaccionaron al envite del sol y, reclamando otras atenciones más precisas que la simple caricia solar que ya los excitaba, sus pezones se erigieron provocadores. Sus manos comenzaron a rozarlos, primero con cierta timidez, decididamente a los pocos segundos. Los ligeros pellizcos que les dedicó arrancaron de sus labios un gemido placentero y sintió como su boca insalivaba abundantemente. Atendió a la llamada y untó sus propios dedos en la saliva, refrescando con ella los botones álgidos de sus senos, que obedecieron de inmediato, como electrificados, y se endurecieron más aún, sin recato alguno. Se arqueó más y, con nuevo afán, los pellizcó ya sin ambages, mientras sentía entre sus piernas una calidez extrema y una llamada al delirio.

Juntó los muslos, presionando su sexo, buscando con ello un empuje sobre el propio centro del gozo. Abandonó la miel de uno de los pezones y volvió a ensalivar su mano que, solícita, acarició sus labios. Introdujo sus dedos en el volcán que ya era su sexo y lo acarició mientras se arqueaba más y más, ofreciendo a su propia mano la pasión que atesoraba. Presionó entre sus dedos, con la fuerza que suplicaba su cuerpo, el pequeño órgano de placer hasta arrancarle temblores a sus piernas. Atrajo ahora su otra mano a su espacio generoso en flujos y en humores y empujó sus dedos, con fuerza, bien dentro de él, mientras cimbreaba su pelvis al ritmo que imponían sus manos en su sexo. Permitió que sus dedos, enloquecidos, entraran y salieran de la cueva del placer y que investigaran los rincones de su nido. Se separaron los dedos dentro de sí con ahínco, pellizcaron las paredes, las rozaron con rítmico tesón, arañaron aquel canal que los albergaba y convirtieron los gemidos en gritos de placer. Una marea de humedades llenó los dedos de una gelatina cálida mientras que, en un temblor profundo y excelso, todo el cuerpo estalló en gozo. Un prolongado segundo de contener el aliento ante el súmmum alcanzado, y un jadeo que pedía intensidad plena. Dedos locos que alocados se lanzaron en contienda, ya sin medida y el último grito que acalló el sonido acompasado de la naturaleza…
 
El mar, testigo del capricho solitario de aquella hembra, besó sus pies y templó el ánimo cálido que la embargaba. Despacio, acariciando las paredes de su oquedad, sacó los dedos y los acercó a su boca. Quiso conocer el sabor de su deseo, y los chupó con cierta timidez y se sorprendió de su propia dulzura. Relajó, poco a poco, su cuerpo, y dejó que las manos lo acariciaran, ahora, lentamente, muy lentamente.

Abrió los ojos y la luz del sol la cegó un instante. Pestañeó un rato, hasta acostumbrase, para, con calma, volver a la realidad de la tarde en aquella perdida cala. Sintió de nuevo como una ola lamía sus pies y obedeció la llamada del mar. Se levantó rauda y se sumergió, sin más retraso, en las aguas frías que terminaron de acallar los gemidos que aún temblaban en su boca.
 
Un rumor tenue de olas acompasó el ritmo de su respiración, alterada instantes atrás, a su constante devenir y el recuerdo del gozo se disolvió entre las aguas.

Como una sirena añorada, Claudia -así se llamaba la muchacha- emergió de las aguas como una Venus, conformando en un instante fugaz la estampa de una pintura antigua. Recomponía su respiración y sus pensamientos con esa sensación de vuelta a la realidad que acontece tras la pequeña muerte del orgasmo, como cuando surgimos de la oscuridad silente de una sala de cine y nos golpean el bullicio y las múltiples luces de la poblada avenida. Caminó hasta las ropas bien dobladas y el bolso de playa, extrajo la toalla y se secó a su abrigo, perdiéndose en su apetecible y suave roce textil. Consultó la hora en el reloj. Dentro de tres horas debía estar en el laboratorio. Eres rara, se dijo a sí misma; se lo había reprochado tantas veces que le extrañaba que la frase desgastada por el uso no hubiese perdido aún todo su significado, su carga de incomodidad. Y tras la acusación, nuevamente la perplejidad, mientras se vestía morosamente. ¿Por qué no era como las demás? ¿Por qué no le motivaban los pechos enormes de pezones erguidos con su cenefa de aureolas oscuras como secretos y los depilados montes de Venus? ¿Por qué no podía ser como sus amigas y sus compañeras de trabajo de dedos exploradores y lenguas hábiles y entrecruzar de piernas para hacer que se besaran los sexos con fruición hasta alcanzar el cielo? ¿Era ella la única en el mundo que sentía aprensión al sabor a mar y al aroma de almizcle que emanaba la hambrienta hendidura? No conseguía excitarse pensando en otras personas. Y sin embargo, la caricia del sol de mediodía en primavera, las tórridas noches de verano en que se despertaba pegajosa y bañada en sudor, incluso una tarde de invierno calentándose ante un leño que arde; provocaba en Claudia una desazón, una confusión de las apetencias, un deseo inconcreto que culminaba demasiadas veces con la palma de su mano aplanando el bajo vientre y los dedos traviesos jugando con los rizos antes de hundirse en el más hermoso de los misterios, en su oscura gruta de coral. Le perturbaba la naturaleza como si recibiera una llamada de la espesa selva, reclamos de prohibidos inframundos, respuestas a mensajes que se derramaban del cuenco del instinto; una naturaleza yerma de humanidad que le susurraba penumbras al oído. Con espanto, Claudia recordó mientras se ajustaba las sandalias, su visita a la hípica y la contemplación de un macho cubriendo una yegua, la turbación que le produjo y la mala conciencia mojada en asco que la atormentó durante días, aquella dolorosa sensación de sentirse irremediablemente sucia. ¿Por qué ella no era como las personas normales? Tampoco entendía la muchacha aquella obsesión por tratar de imaginarse la vida antes de la Revolución, cuando los hombres aún no habían sido exterminados ¿Ella hubiera sido una más de aquellas mujeres primitivas, abyectas y alienadas que practicaban el sexo con sus verdugos? Le asustaba hacerse esa pregunta, por el temor a descubrirse contestándola afirmativamente. Gracias a la tecnología los hombres fueron eliminados, desde que se podían generar espermatozoides de células madre desde cualquier tejido humano –precisamente el laboratorio en el que trabajaba se dedicaba a ello-, los machos ya no eran imprescindibles. Qué rara eres Claudia, se volvió a reprochar la muchacha. Las dirigentes habían dejado bien establecida la cuestión, tras la Revolución que acabó con los hombres, el mundo había alcanzado la perfección.

domingo, 25 de julio de 2010

MENSAJE EN UNA BOTELLA ( I ).- (Amelia y Héctor. Relato conjunto)

Os vamos a dejar hoy un relato conjunto, pero que presenta la peculiaridad de que tiene dos finales distintos. Por eso, al mensaje en la botella, le dedicaremos dos post.

Os dejamos el primero:




MENSAJE EN LA BOTELLA


Calma.

Sólo una ligera brisa dejaba sabor a mar en la boca. El sol, cayendo con fuerza sobre la superficie del mar, provocaba reverberaciones de brillos inimaginables. Y sólo un cielo azul por todo testigo…

Estaba sola en aquella pequeña cala. Consciente de su soledad, no tuvo pudor alguno en su desnudez y así, desnuda, se tumbó, tras un refrescante baño, sobre la arena cálida. Pronto sintió un sopor dulce que la inducía al sueño, inevitablemente. Se estaba bien así, apagados los recuerdos, detenidos los pensamientos y sólo en pié las sensaciones.

Cerró los ojos y se abandonó a sus sentidos. Sintió cada grano de arena masajeando tímidamente la piel de su espalda y su cuerpo, imperceptiblemente, y obedeciendo a sus propios instintos, comenzó a bambolearse ligeramente para ampliar el efecto del masaje. Se concentró, durante unos minutos, simplemente en sentir, mientras acomodaba su cuerpo al lecho de arena. Un latigazo de placer le recorrió toda la columna y aumentó el ritmo de su contoneo sobre la arena. Contrajo sus nalgas y las relajó repetidas veces, y los granos de arena parecieron convertirse en manos que las acariciaran.

Mientras, el sol iba, poco a poco, resbalando por su piel y secando la humedad del cuerpo, templándolo con caricias cálidas, amables, suaves… Y esa tibieza besó su cuello; ella lo sintió junto al lóbulo de su oreja como un susurro, como si el propio astro le murmurara palabras de amor, y ladeó la cabeza y apartó su pelo, consintiendo y asintiendo al juego apasionado que su cuerpo anhelaba de aquellos rayos cálidos y embriagadores. Se arqueó ostensiblemente para recibirlos sobre su pecho y les ofreció sus senos que reaccionaron al envite del sol y, reclamando otras atenciones más precisas que la simple caricia solar que ya los excitaba, sus pezones se erigieron provocadores. Sus manos comenzaron a rozarlos, primero con cierta timidez, decididamente a los pocos segundos. Los ligeros pellizcos que les dedicó arrancaron de sus labios un gemido placentero y sintió como su boca insalivaba abundantemente. Atendió a la llamada y untó sus propios dedos en la saliva, refrescando con ella los botones álgidos de sus senos, que obedecieron de inmediato, como electrificados, y se endurecieron más aún, sin recato alguno. Se arqueó más y, con nuevo afán, los pellizcó ya sin ambages, mientras sentía entre sus piernas una calidez extrema y una llamada al delirio.

Juntó los muslos, presionando su sexo, buscando con ello un empuje sobre el propio centro del gozo. Abandonó la miel de uno de los pezones y volvió a ensalivar su mano que, solícita, acarició sus labios. Introdujo sus dedos en el volcán que ya era su sexo y lo acarició mientras se arqueaba más y más, ofreciendo a su propia mano la pasión que atesoraba. Presionó entre sus dedos, con la fuerza que suplicaba su cuerpo, el pequeño órgano de placer hasta arrancarle temblores a sus piernas. Atrajo ahora su otra mano a su espacio generoso en flujos y en humores y empujó sus dedos, con fuerza, bien dentro de él, mientras cimbreaba su pelvis al ritmo que imponían sus manos en su sexo. Permitió que sus dedos, enloquecidos, entraran y salieran de la cueva del placer y que investigaran los rincones de su nido. Se separaron los dedos dentro de sí con ahínco, pellizcaron las paredes, las rozaron con rítmico tesón, arañaron aquel canal que los albergaba y convirtieron los gemidos en gritos de placer. Una marea de humedades llenó los dedos de una gelatina cálida mientras que, en un temblor profundo y excelso, todo el cuerpo estalló en gozo. Un prolongado segundo de contener el aliento ante el súmmum alcanzado, y un jadeo que pedía intensidad plena. Dedos locos que alocados se lanzaron en contienda, ya sin medida y el último grito que acalló el sonido acompasado de la naturaleza…

El mar, testigo del capricho solitario de aquella hembra, besó sus pies y templó el ánimo cálido que la embargaba. Despacio, acariciando las paredes de su oquedad, sacó los dedos y los acercó a su boca. Quiso conocer el sabor de su deseo, y los chupó con cierta timidez y se sorprendió de su propia dulzura. Relajó, poco a poco, su cuerpo, y dejó que las manos lo acariciaran, ahora, lentamente, muy lentamente.

Abrió los ojos y la luz del sol la cegó un instante. Pestañeó un rato, hasta acostumbrase, para, con calma, volver a la realidad de la tarde en aquella perdida cala. Sintió de nuevo como una ola lamía sus pies y obedeció la llamada del mar. Se levantó rauda y se sumergió, sin más retraso, en las aguas frías que terminaron de acallar los gemidos que aún temblaban en su boca.

Un rumor tenue de olas acompasó el ritmo de su respiración, alterada instantes atrás, a su constante devenir y el recuerdo del gozo se disolvió entre las aguas.

Como una sirena añorada, Claudia -así se llamaba la muchacha- emergió de las aguas como una Venus, conformando en un instante fugaz la estampa de una pintura antigua. Recomponía su respiración y sus pensamientos con esa sensación de vuelta a la realidad que acontece tras la pequeña muerte del orgasmo, como cuando surgimos de la oscuridad silente de una sala de cine y nos golpean el bullicio y las múltiples luces de la poblada avenida. El altivo sol la deslumbraba, así que al girar su cabeza para perseguir con la mirada una gaviota gris que volaba rasante sobre el mar, no percibió en un principio más que un bulto oscuro varado sobre la arena, un bulto que sin embargo pareció moverse. Asustada, Claudia corrió a vestirse; mejor sería salir de la cala corriendo sin mirar atrás, pero por uno de esos impulsos que una nunca acaba de explicarse, con el teléfono móvil en una mano y las sandalias en la otra se aproximó, ya cubierta de ropa, al fardo, al ser semoviente, temerosa. Y Claudia vio a un hombre, un hombre negro descalzo y con el torso desnudo que parecía haber sido vomitado por el mar.

Rápidamente comprendió lo que pasaba. Telefoneó al servicio de urgencia para dar cuenta del naufrago y después sigilosamente se acercó hasta él. El hombre estaba boca abajo y la muchacha temió que se ahogase, tomándolo por las axilas lo extrajo de la rompiente de las olas, arrastrándolo con dificultad hasta lograr que apoyase su espalda contra una roca. Claudia se sirvió de la botella de agua que había traído en el bolso y le dio de beber, al contacto con la frescura del agua, sus labios reaccionaron, lentamente recobraba la conciencia. Era un joven hermoso pese a las porciones de piel quemadas, bien conformado, el torso musculado sin excesos artificiales, los ojos rasgados, las pupilas color café enmarcadas por un blanco enrojecido, los labios gruesos y llagados pero aún sugerentes. Un hombre que volvía a la conciencia con sed, y que terminó de beberse toda el agua de la botella, más de un litro, y como si le doliesen los labios al hablar, apenas se le oyó decir merci. Claudia lo cubrió con la toalla al verle tiritar y como no parecía que el frío lo abandonara, lo abrazó con ternura, mientras el joven declinaba su enfebrecida frente sobre los pechos mullidos de la mujer. Sosteniéndolo entre sus brazos, Claudia experimentó una borrachera de ternura, una compasión que la estremecía. Lo sentía entre sus brazos tan desamparado, tan vulnerable, incluso frágil como una pieza de cristal. Lo estrechó con fuerza, o acunó y obedeciendo a una inclinación insospechada, le besó en los párpados y le acarició el pelo hasta el momento en que llegaron los sanitarios de la Cruz Roja.

Al día siguiente por la tarde, Claudia regresó a la cala, cargada con una alegría y un orgullo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Resonaban en sus oídos las palabras de los sanitarios, agradeciéndole el haber socorrido al joven inmigrante: “Si no es por usted, el chico habría muerto”, le dijeron. Nunca había hecho nada heroico, así que aquella novedad la enervaba. Se desnudó, como solía hacer, molesta con las prendas que la cubrían y se precipitó sobre la arena caliente. Desnuda se enfrentó al sol, regocijándose con la tersa y cálida temperatura. Como en el día anterior volvió a sentir una embriaguez creciente y sus diligentes manos se aprestaron a repartir caricias. Si en la tarde anterior, su voluptuosidad se nutría únicamente de la naturaleza, ahora era aquel sentimiento de compasión hacia el joven negro lo que alimentaba su sensualidad. Haber salvado una vida ¿no suponía haber salvado un poco a toda la humanidad?

Rememoró la ternura habida mientras su mano pellizcaba uno de sus pezones a la vez que su otra mano se deslizaba entre sus muslos, y reconstruía el sabor a sal y el contacto con los ensortijados cabellos en el instante en que su mano derecha alcanzó los arrabales de su vagina solícita de humedades. Y fue el arrebato de intensa compasión que reverberaba de nuevo en su conciencia lo que la llevo secretamente a pulsar el botón mágico, a posar el dedo ensalivado en el epicentro del placer, a través de sus labios, abiertos como una flor indecente. Arqueó su cuerpo y el aire se tiñó de gemidos. Oleando desde sus profundidades de mujer, brotó el orgasmo como un relámpago, como una descarga eléctrica, despeñando por el vacío cualquier atisbo de control, arrancándole gritos, sumiéndola en un atisbo de placer; un climax que atravesó su cuerpo y empapó sus dedos. Claudia se sintió después extraña y atemorizada, nunca le había pasado algo así. NO era por el orgasmo, -estupendo, pero tan similar a otros muchos-; era porque jamás le había turbado sexualmente un acto de bondad. Nunca la ternura y la compasión la habían excitado de aquella manera. Consciente que había descubierto una nueva y más intensa forma de amar, se vistió con prisas y abandonó la cala, asustada.

sábado, 24 de julio de 2010

LA CUCHARA

Dialogando con una amiga, hace un rato, me manifestaba lo cansada que estaba de la vacuidad de la vida. Como la entiendo, le dije (en realidad, me dije): "Pues si no te gusta, ¡cámbiala!". Me contestó que no es posible cambiar el mundo, así sin más. Le di la razón; sin duda no podemos cambiar el mundo de la noche a la mañana, pero, al menos, si podemos empezar a cambiarlo. Y me vino a la cabeza un cuento que leí hace tiempo. NO os puedo nombrar a su autor, pues no lo recuerdo, pero si os puedo dejar mi versión, tal como lo recuerdo (la redacción es mía, no lo es el contenido).



Una pequeña aldea se cobijaba de los fríos y los vientos bajo una inmensa montaña. A la sombra de la montaña, la aldea había ido creciendo, amparada en la protección que aquella le brindaba. El medio era tan hostil por aquellas latitudes, que se hacía imprescindible protegerse de los vientos huracanados y los rotundos fríos que arrasaban por doquier. Y aquella montaña ofrecía un parapeto natural para aquellos intempestivos caprichos climáticos de la naturaleza más adusta.


Sin embargo, la gran embergadura de la mole montañosa privaba de luz a la aldea. Los rayos solares apenas incidían sobre ella unas pocas horas al día, y eso, solamente durante los meses del estío. Los inviernos se hacían largos y duros en la sombra casi permanente en que vivía la aldea.


La falta de luz solar había provocado que los habitantes de aquel lugar crecieran muy poco y, generación a generación, las venideras eran cada día más bajas. Los niños crecían raquiticos y con enfermedades en la piel y en los huesos.


Un buen día, el habitante más viejo de la villa, un anciano postrado desde hacía años en la cama, con grandes dificultades para moverse, para andar, abandonó su casa y se dirigió a los líndes del pueblo, al pié mismo de la montaña, portando en sus manos un gran cuchara de madera.


Los vecinos, extrañados, no daban crédito a sus ojos y, ante lo inopinado del hecho, le preguntaron, relamente sorprendidos:


- ¿A dónde vas, amigo, tú que hace años que no sales de tu hogar?


Él, en un hilo de voz, les responde:


- Voy a la montaña


- ¿A la montaña? - no pueden enterder qué se le puede haber perdido a aquel hombre en la montaña


- Sí, a la montaña.


- Pero... ¿Qué te lleva a la montaña?


La extrañeza de sus convecinos iba en aumento


- Intentaré desplazarla, para que deje pasar el sol


Su voz, aunque en tono bajo y apagado, era firme y decidida


- ¿Pretendes desplazarla y con esa cuchara?


La sorpresa estaba dando paso a la ironía. Aquel hombre no podía estar bien de la cabeza


- Sí- contestó sereno- Con esta cuchara


- Pero... ¡Tú estás loco!, ¡Nunca podrás!, Anda, anda... ¡vuelve a casa!


Nadie dudaba de que aquel hombre de avanzada edad lo único que estaba haciendo era desvariar sin sentido, pero él, se mantuvo firme y remató:


- No, no estoy loco. De sobra sé que no podré, es evidente, tengo una cuchara y me enfrento a la montaña más majestuosa que pueda haber conocido en mi larga vida, pero... ¡alguien tiene que comenzar!....





martes, 20 de julio de 2010

LA PASIÓN DE LAS HERMANAS RECOLETAS (relato conjunto)

PRIMERO DE OCTUBRE DE 2001. -Convento de Clausura de las Hermanas Agustinas Recoletas



-No me puedo creer que yo sea el primer hombre que entra en este convento en los últimos ciento cincuenta años –proclamó, incrédulo, el técnico.

-Así, es –dijo Sor Angustias de la Cruz, que ejercía de persona de enlace entre la comunidad conventual, que guardaba extrema clausura, y el mundo exterior-. El último varón seglar al que se le permitió el acceso al convento fue el que nos instaló la caldera de carbón y, de eso, hace ya siglo y medio.

-¿Y desde entonces no ha pisado estas losas ningún otro hombre?

-Bueno, hay que decir que sólo la presencia del oferente de la Santa Misa diaria es admitida en este convento, así como la de los padres confesores a los que sí les permitimos el acceso para que puedan confesar a las hermanas. Sin embargo, ni siquiera ellos las pueden ver; las hermanas se confiesan separadas por una tupida celosía que impide el contacto visual. Durante las horas en que usted esté aquí, las hermanas estarán recogidas en la sala capitular.

-Pues que sepan que su época de aislamiento ya ha terminado; ahora estarán conectadas al mundo gracias a Internet.

 -¡Mundo, Diablo, Pecado y Carne! –se santiguó sor Angustias de la Cruz -Bien sabe Dios que a mí, estas moderneces no me hacen ninguna gracia. Pero, poderoso caballero es don dinero y si queremos poder mantener a flote el convento,  no nos queda más remedio que comercializar nuestros dulces y bordados; y la única manera de hacerlo sin quebrar la regla de clausura es por Internet.

-Les aseguro que no se arrepentirán. Una última cosa: instalar el cableado me llevará dos días. 


***********************

28 DE MARZO DE 2002.- Procesión del jueves santo; Paso de la Santa Hermandad de la Última Cena. Calle del Convento. Convento de Clausura de las Hermanas Agustinas Recoletas.
 


 

-¡Dese prisa, hermana Anunciación, dese prisa! ¡Ya están aquí!.

En el convento de las Hermanas Agustinas Recoletas, el día se presentaba con un tinte nuevo. La Reverenda Hermana Directora,  recién nombrada, había prometido reformas interesantes en la vida monacal y, además de adecuar los cultos a las nuevas formas y ofrecer los productos de fabricación artesanal que preparaban las monjas, a través de una página de Internet, poco a poco, iba dando un aire nuevo al convento y sus costumbres. Aquellas monjas de clausura  estaban descubriendo posibilidades ignotas y apartadas de la cotidianidad de sus rezos y obligaciones. Ese Jueves Santo se prometía grande y esplendoroso desde el ventanal principal del convento que, por fin, había abierto sus pesados cortinones y ofrecía panorámicas inesperadas de la calle principal de aquel pueblo que, desde siempre, había sido ignorado por la comunidad religiosa. Coincidiendo con la Semana Santa, en contra de la regla imperante del máximo recogimiento en esas fechas, Sor Ascensión, Reverendísima Directora del centro, había invitado a las hermanas a seguir los pasos procesionales que se sucedían esos días, por supuesto detrás de los ventanales y  manteniendo una actitud humilde y recatada. Algunas religiosas de mayor edad no entendían aquellas actitudes reformistas y elevaban oraciones al altísimo pidiendo su clemencia redentora ante tales modernidades, como aquella maldita Internet que más parecía obra del maligno;  pero, la verdad es que la mayor parte de las hermanas veían con muy buenos ojos el despertar a un mundo que era tan real, o más, que el callado día a día en el que la comunidad vivía. y se entregaban con alegría al disfrute que supone el reconocimiento de nuevas sensaciones. El optimismo y la ilusión empezaban a llenar los pasillos de un convento que, durante siglos, sólo había conocido el silencio.

-Reverendísima Hermana, ¡Venga Vd., venga! ¡Mire, es el mismo Sr. Obispo el que encabeza el paso!
 
Todo era nuevo y todo despertaba sensaciones desconocidas en las hermanas

En la calle, mientras, se arremolinaba una multitud de gente, acompañando cada paso de la procesión de aquel día Santo. Por primera vez en varios siglos de existencia de la comunidad religiosa, las cortinas del ventanal gótico del convento estaban abiertas y decenas de pares de ojos seguían, sin perder detalle y embebidos en luz, la procesión. Y eso tampoco podía pasar desapercibido a todas aquellas gentes que observaban, casi con más interés que el  puesto en los actos procesionales, los movimientos femeninos detrás de los cristales. Las caras de sorpresa daban paso a los cuchicheos y, estos, a las sonrisas cómplices y los encendidos aplausos. Los espectadores, en aquella calle, miraban más a las hermanas que a los procesionarios. ¡Eran, aquel día, más interesantes las monjas, que los capirotes!

En el convento, a su vez, la excitación de las religiosas iba en ascenso: la riqueza de colores de las ropas de los cofrades, la exhuberancia ornamental, las luces en movimiento, la embriaguez de la música de los tambores… La última cena era el paso que, en ese momento, cruzaba frente al Convento de las Hermanas Agustinas Recoletas. El esplendor que lucía el mismo despertó una gran ovación en las congregacionistas. Una voz se elevó entre las demás y claramente, se escuchó:
 
-¡Hermanas! ¡Si parecen huevos fritos!

Un coro de risitas desbocadas acompañó la expresión de Sor María Auxiliadora que, en su inocencia, se sorprendió de que los cofrades que precedían el trono lucieran ropajes blancos y amarillos. Todos los bordados eran en oro y plata y las vestimentas relucían con especial fuerza.
 
Sin pensarlo mucho, Sor Anunciación abrió los ventanales y, llevada por una emoción incomprensible, por una especie de estado de trance y acompañada por el júbilo de sus compañeras, gritó un ¡OLÉ, LOS HUEVOS! que retumbó en toda la calle…
 
***********************

20 DE JUNIO DE 2003.- Palacio Episcopal. Sala de procesos.

"Ante este Santo Tribunal, en presencia de su eminencia, el Sr. Prelado de esta Diócesis, Monseñor Rancio Burela, y enviado de Su Santidad, el Santo Padre, comparecen, en su nombre, las Hermanas Agustinas Recoletas: Reverenda Hermana Directora, Sor Ascensión;  Reverenda Hermana Sor Anunciación; Reverenda Hermana Sor María Auxiliadora y Reverenda Hermana Sor Angustias de la Cruz, que se someten a la disciplina de este tan alto Tribunal y prometen acatar su dictado con la humildad y recato que la condición de la Hermandad les obliga”


HECHOS PROBADOS

Queda probado que el día 28 de marzo de 2002, habiendo permitido Sor Ascensión, Directora del Convento de clausura de las Hermanas Agustinas Recoletas, que éstas exceptuaran una de las normas de su Regla, que prohíbe su exhibición al mundo, con ocasión del paso de la procesión de la Semana Santa; se produjeron en la Calle del Convento de la presente ciudad, los graves y tristísimos altercados que han dado pie a la obertura de este proceso.

Queda probado que la Hermana Sor Anunciación gritó “¡OLÉ, LOS HUEVOS!”, sin ninguna intención impúdica ni lasciva, sino, que simplemente se trató de un lapsus linguae emitido en un rapto de fervor devocional.

Queda probado que el, por entonces, Señor Obispo, titular de esta diócesis, un tal Don Primitivo Vasques, le respondió –también espontáneamente- con la siguiente frase: “¡PERO SI SON LAS TÍAS DE MONJAS GUARRAS PUNTO COM!”. Frase que provocó un fuerte impacto entre el público y que fue secundada, en su veracidad, por varios de los nazarenos, que a su vez, también era usuarios de la citada web.
 
Queda probado que la Directora del convento, Sor Ascensión, se mantenía ignorante en el hecho que las hermanas a su cargo eran las monjas protagonistas de la mencionada  web.

Queda probado que Don Mario Ozores, el técnico informático que instaló Internet en el convento, colocó subrepticiamente, y por su cuenta, diversas cámaras ocultas en dormitorios y lavabos; por las que se recogían en tiempo real imágenes que eran emitidas en la web, también de su creación, “monjasguarras.com”; material fílmico al que se accedía previo pago. Hechos por los que el Sr. Ozores está encausado en un proceso penal distinto del presente.

Queda probado, por las imágenes de la citada web, que, en el mentado convento de clausura, las hermanas protagonizaron -entre los meses de octubre de 2001 y marzo de 2002-, numerosos actos impuros entre los que abundan las masturbaciones y las relaciones lésbicas, además de un caso de zoofilia. Así mismo, queda probado, que estos actos impuros se realizaron sin el conocimiento de la Directora, Sor Ascensión.
 
Queda probado que la hermana Sor Angustias de la Cruz, organizaba clandestinamente visionados de páginas de Internet de contenidos pornográficos, a la que eran invitadas las hermanas Sor Anunciación, Sor María Auxiliadora y otras, cuyos nombres no han podido ser dilucidados por el presente tribunal


FALLO

Se expulsa de la orden a Sor Angustias de la Cruz, por inductora de conductas malsanas, por la práctica conocida de 211 masturbaciones, 69 actos lésbicos y por mantener relaciones zoofílicas con el perro del convento.
 
Se expulsa de la orden a Sor María Auxiliadora, por la práctica de 150 masturbaciones y 48 actos lésbicos.

Se sanciona a Sor Anunciación por colaboración necesaria en la difusión de actos impúdicos,  negándole, de por vida, que pueda quebrar su voto de clausura, salvo dispensa del Santo Padre.
 
Se prohíbe el uso y disfrute de Internet en el convento, al haber supuesto algo similar a la aparición de la serpiente en el Edén, con sus nefastas consecuencias.

Se destituye y se traslada a Sor Ascensión, por demostrada incompetencia en el ejercicio de su cargo de Directora del convento.

 
Es gracia que emana de Su Santidad y que firma y rubrica el Sr. Prelado de esta Diócesis, Monseñor Rancio Burela, a 20 de Junio del año del Señor de 2003.
 

viernes, 9 de julio de 2010

La razón de mi verso



¡Desnudad la risa!
¡Desvelad el llanto!
Y cuando el alma luzca al natural,
sin aderezo alguno,
preguntadle al alma,
pues en el eco de sus respuestas
está la razón de vuestro verso.

El eco os hablará del perfil de una canción,
de la que perfuma, con nácar, los labios
cuando sus notas no se atienen al dictado impío
de una batuta desconchada en rabias.

Os contará, también, del hilván que acerca fuego y agua,
del que arropa, en brasas, las noches de silencio
y desviste los gritos de un géiser de voz ronca,
devenidos en la docta mano de un maestro.

Os predicará sobre esperas y labores
mientras sangran, los ojos, tilos y magnolias
y, en el instante doliente de un sollozo,
apreciaréis, al fin, quién es vuestro don,
y quién vuestro castigo;
comprenderéis que todo el tiempo es vuestro,
y que sólo en vosotros tiene principio y final
vuestro verso.

miércoles, 7 de julio de 2010

CANDELA. Capítulo III (último)


Cuando el escritor se empleaba en el penúltimo capítulo de su novela, ocurrió un inquietante incidente que lo precipitó todo. Su cuñado norteamericano le llamó desde Los Ángeles para decirle que su hermana se hallaba en fase terminal y que los médicos la habían desahuciado; “agoniza”, fue la palabra dicha. El escritor hizo los preparativos para viajar a los Estados Unidos y dos días antes de su partida Candela apareció con una figura de yeso que según dijo representaba a Santa Bárbara. La estatuilla  era la imagen de una Virgen que sujetaba un cáliz y una espada en sendas manos:

-Amor, mi virgencita curará a la tata ¡ya verás! –El escritor la miró con odio, quería a su hermana y le repugnó ver a su chacha como banalizaba un momento de dolor familiar con aquellas supercherías de analfabeta. Se cortó en reprenderla al decidir que apenas volviese de Los Ángeles la dejaría. Con expresión concentrada, Candela prendió un cigarrillo y aguardó a que se consumiera para inspeccionar las cenizas en silencio. Cuando terminó con sus auspicios, anunció con suma seriedad:

-Se cumplió la petición. Llama a tu cuñado, la virgencita te ha escuchado. –El escritor consiguió una hora más tarde comunicarse con James -su cuñado-, su hermana se había recuperado “milagrosamente” según le hizo saber llorando de alegría. El escritor dirigió su mirada incrédula a Candela que sonreía de una oreja a la otra, y por primera vez, comenzó a sentir miedo.

A los dos semanas del milagro, al escritor se le presentó la oportunidad de realizar un reportaje sobre la Feria del libro de Frankfurt y sin despedirse de Candela marchó para Alemania. Desde la habitación del hotel, el escritor, apenas hubo deshecho su maleta, telefoneó a Candela para decirle que no quería seguir con ella. La mujer lloró, renegó, le suplicó, le reprendió que hubiera incurrido en aquella deslealtad de romper con ella por teléfono a cientos de kilómetros sin el valor de decírselo a la cara, también le advirtió que lamentaría su decisión y que le estaba devolviendo mal por bien. El escritor encajó los pucheros de su ex asistenta replicándole que ya no la quería, que sólo le tenía cariño; que la había amado, pero que ella le había decepcionado; que no podía obligarle a quererla ni a estar juntos, si no era eso lo que sentía. Cuando colgó el teléfono, el hombre se acercó a la ventana y asomándose por ella, se dedicó a contemplar durante un rato las aguas calmas y grises del río Main sobre las que se deslizaban intermitentemente enormes y perezosas barcazas fluviales. Por fin –exclamó, y una cálida sensación de alivio calentó su espíritu.

Cuando el escritor regresó a su pueblo, lo primero que hizo fue entrar en la taberna a tomar un café y de paso borrar los dos mensajes que Candela había dejado en su teléfono móvil. El primero enunciaba: “Sin ti me undire”, no te hundirás porque la mierda flota, pensó el hombre mientras lo eliminaba. En el segundo SMS le dejaba un aviso que hizo que el escritor se riera con ganas: “Si no buelbes conmigo, intentare contra mi vida”. Al entrar en su domicilio se encontró a Candela en el estudio con expresión entristecida y severa, los surcos de rimel le llegaban hasta el contorno del mentón. 


-¿Sabes encender un ordenador? –se sorprendió el escritor al comprobar que la mujer había estado leyendo su novela.
-Mi Kevin me ha enseñado. ¿Esa tal Maripuri del libro, soy yo? –añadió señalando el texto reflejado en la pantalla. -Pensaba que había otra mujer, pero esto es mucho peor.
-No mujer…
-Por favor, no me mientas más, ya he tenido suficiente. ¿Tan tonta me crees, tan ignorante me encuentras que piensas que no veo lo que ha pasado? ¿Y por qué no soy como tú, me desprecias? Lo que tú has hecho si que es despreciable, tú sí que das lástima. ¡Qué pena que no hayas sabido valorarme! Yo te amaba sinceramente, con mis defectos, porque sí, soy cotilla; pero te amaba limpiamente, con toda la ilusión y el cariño que una mujer puede poner en un hombre. Me has quebrado el corazón, has utilizado mi cuerpo y me has robado el alma –Candela hablaba con una elocuencia desconocida hasta entonces. –Has jugado con mis sentimientos, y eso es lo peor que se le puede hacer a una persona, sólo lo supera el asesinato; y todo lo hiciste porque convenía a tus intereses de mierda. El otro día me enteré por un documental que cuando una ostra es agredida por un grano de arena, el animal lo envuelve en nácar y fabrica una perla. Yo me recuperaré, saldré de esta experiencia siendo mejor persona, pese a todo seguiré creyendo en el amor. Superaré este momento amargo en el que has pagado con ingratitud y traición, la entrega y la generosidad con que te amé. Tú en cambio, no eres bueno y saldrás de ésta peor aún, más ciego a todo lo que es noble, con las manos manchadas de egoísmo, podrido por la indiferencia -el escritor la escuchó asombrado, jamás hubiese dicho que aquella vacaburra estuviese dotada para el lirismo. Seguro que lo había ensayado, no cabía duda, tras zamparse veinte culebrones. Decidió no interrumpirla, estaba intrigado en saber como acababa su monólogo. -¿Esta es la única copia que guardas de la novela?
-Sí.
-Pensé en tirar el ordenador por la ventana y destruirlo todo para que te quedaras sin librito. Pero será mejor que vendas tu novelita, tú mismo te harás daño. En esta vida nadie se va sin pagar factura, el mal que has hecho te vendrá a ti. Le pediré a mi virgencita que se encargue de que lo pagues –y sacando a la luz la medalla de oro por entre el canalillo de sus tetas, la besó con devoción. -Conmigo te vino la suerte y se marchará conmigo. Estas maldecido.
-Cuando salgas por la puerta deja las llaves sobre el recibidor y haz el favor de lavarte la cara, pareces una puta violada.


El escritor se pasó el resto de la tarde releyendo a Nietzsche, su filósofo de cabecera: “Dos cosas anhela el hombre de verdad –proclamaba el bigotudo-: el peligro y el juego, por eso quiere a la mujer, que es el juguete más peligroso”. Leyó la sentencia y al relacionarla con Candela, no pudo evitar desternillarse en una carcajada.

Pasaron diez meses desde el abandono, y la maldición que le había lanzado Candela no parecía surtir efecto. Muy al contrario, el escritor vivía un momento dulce. Su novela se acababa de publicar y la acogida de la crítica era excepcionalmente buena. El más reputado crítico del país reseñaba su novela en el suplemento literario del diario de mayor venta de la siguiente manera: “Una isla se hunde en el mar como consecuencia de la subida del nivel de las aguas a causa del cambio climático. A los habitantes parece no importarles que la isla se colapse, así que se van adaptando a los inconvenientes que les supone las nuevas circunstancias, hasta terminar acampando en los tejados, un cambio de vida que realizan sin aspavientos ni excesivas valoraciones. Lo que les preocupa realmente a los vecinos de la isla es el poder ocultarse mutuamente sus muchos secretos y el despellejarse los unos a los otros. Así pasan de envidiar quien posee el coche más caro, a envidiar quien tiene la lancha fuera borda más moderna. El narrador de la historia es Nikita, una lagartija que se cuela en todas las casas para contarnos con insobornable objetividad todo lo que ve, ella será el único ser que sobreviva. Después de Balzac y su Comedía Humana, esta es la mejor disección de la condición humana que se ha realizado desde entonces, describe maravillosamente la decadencia de nuestra civilización”. Una semana después de la presentación de su novela, el escritor recibió la angustiada llamada de su cuñado, su hermana había sufrido una recaída súbita y brutal en su enfermedad. Sin demora, la misma mañana en que le concedieron el visado, el escritor se dirigió al aeropuerto y una hora antes de embarcar sufrió unos terribles dolores de estómago acompañados de vómitos y hemorragia. En el hospital donde le operaron de urgencia, el cirujano le mostró una radiografía:


-Ve esta sombra. ¿Ha comido recientemente en algún restaurante chino?
-Justo antes de ir para el aeropuerto, pero no sé que puede tener eso que ver.
-La sombra es un microchip, lo llevaba el gato o el perro que le sirvieron en el menú.
-Doctor, eso es una leyenda urbana. Eso no le pasa a nadie.
-Pues a usted le ha pasado.
 
Su segundo intento de cruzar el Atlántico también se malogró. Cuando ya habían pasado las Azores, uno de los pasajeros, un famoso cantante de tecno-rumba que ya había subido entonado al aparato, comenzó a insultar a las azafatas porque no le servían más alcohol, y como uno de los pasajeros reprendió su actitud, comenzó a propinarle golpes, desatando una terrible pelea. El comandante del vuelo, entendiendo que se veían comprometidas las condiciones de seguridad aérea, decidió regresar al aeropuerto de origen pese a que habían transcurrido más de cuatro horas desde el despegue. El tercer intento de trasladarse a América fue exitoso, excepto por las muchas turbulencias sufridas y que por culpa del mal tiempo se vieron obligados a aterrizar a cientos de kilómetros del aeropuerto de destino, además de que le extraviaron el equipaje. Durante todo el viaje, el escritor estuvo espantando, temeroso de que se produjera una catástrofe aérea, convencido, pese a lo ridículo de la idea, que la maldición de Candela se cebaba en él. Al llegar a Los Ángeles, el delicado estado de salud de su hermana le movió a instalarse por varios meses en la ciudad, tiempo en el que se sucedieron las desgracias: fue tomado como rehén en un atraco a un banco; le atropelló una furgoneta rompiéndole una pierna; y le sobrevino una galopante disfunción eréctil. Con todo, su hermana logró estabilizarse, aunque no logró recuperar el saludable nivel que había experimentado coincidiendo con la intercesión de Candela a la Virgen. Al entender que ya no era de utilidad seguir junto a su hermana, el escritor regresó a España. Habían pasado sólo tres días desde su vuelta a su domicilio, cuando una llamada telefónica del alcalde le convocó a un acto de homenaje a su persona para aquella misma tarde en el salón de plenos del Ayuntamiento. Pletórico y perfumado, el escritor se dirigió a su cita, contemplando desde lejos con satisfacción que a la entrada del Consistorio se agolpaba una muchedumbre. Al aproximarse, pudo distinguir algunos rostros familiares. Allí estaban el cartero putero, el párroco bujarrón, la farmacéutica promiscua, el ludópata de la rotonda, el camello del pueblo, el bombero espiritista, el conserje lascivo y siete marujas adúlteras, junto a otros de sus personajes. Todos ellos se habían reconocido en la novela, amalgamados en una indignada y amenazante turba que se encrespó al advertir la presencia del escritor, erizada de gritos e insultos, jalonada de crispados gestos de odio. Capitaneaban la algarada el jefe de la policía local, asistido por el hijo yonqui del alcalde. El escritor comprendió que debía correr, pero le dieron alcance. Fue un segundo antes de que Putanieves le mordiera en el brazo, antes, por supuesto, de perder el conocimiento, antes del trauma cráneo-encefálico; que atravesó la conciencia del autor un relámpago de estupor: sus personajes le estaban propinando una brutal paliza. Algunos días después del linchamiento, un médico trataba de convencer al escritor que la vida seguía siendo hermosa y repleta de alicientes y le ofrecía todo el apoyo que necesitase para adaptarse a su nueva condición de parapléjico.

CANDELA. Capítulo II (de tres)



Al volver al chalé adosado, el escritor encontró a Candela recluida en el cuarto de invitados, cabizbaja y con el rostro oculto entre las manos.


-Candela ¿qué te pasa?


La asistenta mostró unos ojos enrojecidos, lloraba y gimoteaba, el rimel se le había corrido espantosamente: 


-Disculpe, no he podido evitarlo, soy tan feliz.
-¿Por qué? –preguntó el escritor alarmado.
-Es la primera vez que veo que usted se interesa por mí y me presta atención.


El escritor se acercó a ella con el propósito de censurar aquella ridícula falta de mesura, pero antes de que dijera nada, la mujer aprovechó para arrojarle de espaldas sobre el camastro de invitados, y quitándole el pantalón con endiablada eficacia, comenzó a sorber sus genitales. Candela le propinó una intensa felación de esas que sólo se ven en las películas pornográficas, y tras el final feliz del hombre, en el azabache de sus cabellos quedó esparcida una constelación de grumos blanquecinos: -Cari, tenías un tanque en los huevos –apostilló sonriendo. El escritor, aún con la conciencia obnubilada por el reciente orgasmo, no podía creerse lo que le estaba pasando ¡menuda guarra era aquella tía! La mujer se incorporó de la cama con una incomprensible alegría, contenta como si le hubiera tocado una rifa, y una vez en el cuarto de baño, se lavó la cara, y sin dejar de cantar una copla tras otra, se dirigió a la cocina, donde preparó una tortilla de patatas sencillamente gloriosa.

Al día siguiente de la mamada, Candela le confesó al escritor que estaba enamorada de él “hasta las trancas”, desde el primer día en que entró a limpiar en la casa (“cuando te veo, siento hormiguitas en el estómago”), y que no paraba de explicarles a sus amigas lo orgullosa que se sentía trabajando para un gran escritor. El autor le preguntó si había leído alguna de sus novelas, pero Candela le dijo que no, pero no por nada personal, sino porque ella no leía libros, tanta letra junta le cansaba. Aunque el escritor guardó silencio, el saber que Candela no había leído nada suyo, y lo que era peor todavía, que no mostraba ningún interés en hacerlo; le produjo un terrible disgusto y una inmediata antipatía hacia aquella mujer. Consideró que aquella mujer presuntamente le amaba por el que dirán, por el vano y vacío relumbrón del estatus, algo muy característico de las personas vulgares e ignorantes, de las personas superficiales y pobres de espíritu. Pese a todo, convino en seguirle el juego, al menos hasta que acabase su novela; además, nunca se la habían chupado tan prodigiosamente. A partir de aquel momento Candela se negó a cobrarle las tareas del hogar, y aunque el escritor protestó hipócritamente, en el fondo se alegró de ahorrarse dinero.

Los primeros días que pasaron juntos, ella se los pasó –entre tarareos de copla y rumba- contándole su vida; una florida novela digna de Dickens, una sucesión de desgracias que sin embargo narraba con no poco humor. Desfilaban por su relato, novios y maridos alcohólicos, adúlteros, machistas, celosos patológicos y maltratadores reincidentes, siendo su progenitor el primer sujeto con dichas características que le amargó la existencia. Estaciones de su particular vía crucis eran las huidas de casa a media noche cargando con los niños, los partes de lesiones aportados en los Juzgados, las visitas al médico forense, las cuentas corrientes vaciadas, los abandonos, el régimen de visita incumplido, las pensiones de alimento sin abonar, los mensajes cazados en el móvil de su pareja remitidos por alguna pelandrusca... Tenía tres hijos de padres distintos: Kevin, Sarai y Sheila y gracias a Dios y al buen hacer de la abogada de oficio de su último divorcio, un techo bajo el que cobijarlos.

No tardó mucho en descubrir el escritor que tal y como afirmaba a cada momento, su asistenta, en efecto, le amaba. Todas las señales del amor latían en Candela: el brillo en los ojos, las miradas extasiadas, los espontáneos estremecimientos, un estado de ilusión y alegría saltarina, la admiración desbordante que le dedicaba, un deseo glotón de estar con él a todas horas, una actitud pegajosa que le llevaba a acariciarle y besarle continuamente, los mensajes y las llamadas de teléfono diarias, las ensoñaciones áureas sobre la vida que iban a llevar juntos. Aquel derroche de afectos provocaba en el escritor incomprensión y perplejidad. No podía entenderlo. ¿A qué se debía toda aquella parafernalia sentimental? No tenía lógica, realmente ella no sabía nada de él, ni de su pasado, ni de sus gustos; si acaso, todo consistiría en una película absurda que ella hubiese recreado en su imaginación. ¿Qué le había hecho él de bueno a ella, para que por ejemplo, le trajera constantemente míseros regalos que compraba en un bazar oriental? ¡nada! La sentina de la misoginia se removía al pensar en todo aquello. Las mujeres eran complicadas, estúpidas, absurdas, vehementes e injustas en sus sentimientos, especialmente cuando amaban.

El escritor supo desde el mismo instante en que se inicio aquella relación –falsa y llena de fingimientos por su parte-, que los deseos de Candela de formar pareja con él, de construir un proyecto de vida en común, nunca se verían recompensados por muy meritorios que fuesen los sacrificios que ella hiciera para seducirle. Durante el tiempo en que duró aquella farsa de noviazgo, el escritor se dedicó a tomar clandestinamente notas para su novela, estudiando a la mujer como lo haría un entomólogo que inspecciona un ejemplar curioso; con el asombro constante de que quizás jamás coincidieron en encontrarse dos personas más diferentes. Siendo el hombre: taciturno, pesimista, neurótico y arisco; en contraste con una Candela acogedora, alegre, optimista, cantarina, bromista y cariñosa. Él, pertinaz misántropo; ella, firme creyente en la bondad natural de la gente. El autor, intelectual reconocido; Candela, obtusa y espesa. Ella, fumadora conspicua pese a su dolencia asmática; el escritor anti-tabaco militante, aunque harto aficionado a las bebidas espirituosas. Ella amaba a los perros, él los detestaba. Tampoco congeniaban en el sentido del humor, que en el caso de Candela era zafio e infantil hasta el punto en que cualquier flatulencia le hacía desternillarse de risa; mientras que el escritor exhibía una sofisticada ironía aromatizada de cinismo. A Candela le gustaban las películas de acción con abundancia de efectos especiales, las de terror más tópicas -gritaba con desenfreno y se tapaba la ojos ante las más trilladas escenas-, y las de temática romántica siempre que la trama fuese simple; el escritor coleccionaba clásicos y pretenciosos films de autores franceses en versión original. El escritor era un hombre culto; mientras que la ignorancia de Candela era amazónica, tan profunda y caudalosa que podía llegar a ser creativa: 


-Churri ¿en qué piensas? –le interrogó un día.
-Que para el artículo que estoy escribiendo, me iría bien tener a mano algo de Schopenhauer.
 -Cari, si necesitas chóped, yo te lo traigo del super.


Con todo, lo peor era que el escritor se aburría irremediablemente a su lado, hasta el extremo en que le costaba disimular los bostezos que la cháchara de la parlanchina Candela le provocaba. La conversación de su asistenta era plana como una pista de patinaje por donde se deslizaban a toda velocidad los lugares comunes, el refranero popular, los prejuicios habituales de la plebe y las típicas tribulaciones de una ama de casa de clase baja. Todo ello expresado en un lenguaje léxicamente raquítico, aunque maltratado con todos los giros y defectos del habla suburbial. Por supuesto, frente al acerado racionalismo del escritor, Candela creía en todo tipo de fuerzas sobrenaturales y estaba convencida que el destino –más bien un desatino, replicaba mentalmente el escritor- les había unido. Su chacha –según su propia confesión- estaba dotada de poderes sanadores, clarividencia, tiraba cartas, leía posos de café y otras gilipolleces por el estilo. El escritor se preguntaba con interés sociológico ¿por qué a todas aquellas petardas les daba por la mística de pacotilla, el esoterismo de feria, los horóscopos de revista de peluquería y payasadas similares? Lógicamente, Candela creía en la reencarnación: 


-Yo en otra vida fui la reina esa del sitio ese de las pirámides.
-¡Cleopatra! – le recordó el escritor que estuvo a punto de añadir: ¡So burra! ¿


Por qué sería –se preguntaba el hombre- que todos los supuestos reencarnados afirman haber sido en sus anteriores vidas: reyes, emperadores, grandes artistas y demás figuras magnas? ¿Por qué nadie dice: yo era el tonto del pueblo en 1803? El escritor y Candela no compartían nada excepto la cama. En el catre, Candela también era tosca; agarraba con ímpetu la mano del hombre y la conducía a su entrepierna, mientras le ordenaba energicamente: “Tócame el coño”. En la penetración siempre era ella la que le tomaba su pene y se lo calzaba con frenesí, generalmente cabalgando encima de él. Era asombrosamente multiorgásmica y gritona, se lubricaba con rapidez y la postura que más le gustaba era el estilo perro. Con frecuencia mientras copulaba mordía al hombre. Tras hacer el amor, invariablemente fumaba uno de sus cigarrillos negros, de un aroma áspero y denso, que hacía toser a su amante. El escritor sintió muchas veces que no fornicaba con una mujer, sino, con una fuerza de la naturaleza, con un ser atávico. En una ocasión, tras alcanzar el clímax, la mujer declaró triunfalmente mordiéndose el labio inferior: “Me he corrido como una yegua”. En otras ocasiones había soltado lindezas similares: “Mi macho: clávamela hasta el tronco” o “me ha llegado hasta la garganta”; todo ello en medio de gemidos y fonemas guturales. Candela no conocía la mojigatería ni los remilgos. El escritor le fue pidiendo sucesivamente diversas prácticas sexuales -insertadas en su imaginario por el consumo compulsivo de vídeos pornográficos-, a las que Candela siempre accedió sin importarle lo degradante de muchas de aquellas proposiciones.

Obviando el pequeño-gran detalle que aquella mujer no le gustaba, por lo demás, todo le iba fantásticamente bien al autor. Mientras redactaba su novela, el escritor fue tomando conciencia de las posibilidades de la obra que componía, convencido que era lo mejor que había escrito nunca y aventurando que aquel libro le elevaría por fin al Parnaso literario. Candela, su estrambótica musa, no le defraudó; y de su boca brotaron multitud de historias, datos y elementos narrativos que el escritor aprovechó para tejer las costuras de su novela. Sorprendía constatar al escucharla,  como los vecinos aparentemente más convencionales, anodinos y grises, ocultaban bajo la alfombra de sus modales de clase media, hediondos recovecos rebosantes de vicios. Mientras que los excéntricos no tenían más defectos que los que mostraban, e incluso, a veces estos no eran más que una mera pose.  Especialmente obsceno y sórdido era todo lo que el escritor escuchaba relatar sobre las fuerzas vivas de la población y demás gente de orden. Aunque también los ambientes populares eran de cuidado. Así, supo por Candela que el conserje del colegio público –por lo poco que sabía el escritor de él, un redomado gilipollas- era una figura importante en su mundo, un señor uniformado que veía cada día, poco menos que una autoridad que era rifada entre el núcleo duro de madres que iban a esperar a los niños a la puerta. El escritor alucinaba oyendo que el tipo era un verdadero sátiro que consecutiva e incluso simultáneamente había mantenido relaciones con diferentes madres, que casi disponía de un harén de marujas a su disposición. Entre las mamis que iban a recoger a los niños estaba Mari “la tetas”, siliconada, anoréxica, analfabeta funcional y floja de bragas; especializada en despojar de bienes inmuebles a sus ex maridos. La adultera Dunia, que le ponía los cuernos al marido con el camarero de la cafetería donde ellas iban a tomarse el cafelito de las nueve y cuarto de la mañana, más que nada, para resarcirse de la insatisfacción que le dejaba su esposo, eyaculador precoz impenitente. Lidia “la golfa”, también llamada “Frankenstein” (a causa de su físico poco agraciado), divorciada, sexoadicta y alérgica al látex (follaba sin condón y sin control); pues según Candela: “en la última empresa donde trabajó, de veinte tíos que había, se acostó con todos, que no se folló al portero porque era electrónico”. Luisa, la ciclotímica esotérica y su fabuloso novio el tarotista desdentado. Y por último, la perturbadoramente sexy, aunque odiada, “Putanieves”, llamada así por su maldad y su afición desmedida a la cocaína, una “chupapollas” –en boca de Candela- que vivía de desvalijar las cuentas bancarias de su inacabable rosario de parejas. Y casi todas ellas, dejaban atrás separaciones traumáticas con su correlato de órdenes de alejamiento, ex maridos acosadores, sentencias judiciales diversas, y niños carentes de figura paterna estable. Aquellas marujas no sólo hablaban de recetas de lentejas y tupperwares, bullían en aquel mundo: intrigas, celos, competencia, maledicencias y luchas por el poder. Shakespeare en estado puro. Con el tiempo el escritor averiguó que aquella afición desmedida por los asuntos ajenos que se apoderaba de Candela, no era, como en otras personas un reflejo de maldad interior; sino, una manera de desconectar, una forma de rellenar el vacío existencial de una vida difícil y escasa de afectos. No, Candela no era una mala persona.

La redacción de la novela se aproxima a su fin y con ella el momento en que le tenía que suministrar a Candela la definitiva patada en el culo. Ya la había exprimido hasta los ganglios, ya se la había follado hasta producirle hastío, ya no la aguantaba más. Consciente de que estando ella tan enamorada de él, le iba a causar un daño inconmensurable; el escritor se alegraba de no sentir nada especial, ni culpa, ni responsabilidad, si acaso un anhelo de alivio. Lejos quedaban los días en que para amortiguar la incomodidad que le producían las continuas expresiones de amor de Candela, el escritor había trazado forzadas teorías; llegando a decirse que su asistenta era una buscona que trataba de cazarlo para luego desplumarlo en el divorcio, o bien una trepa que por la vía vaginal pretendía ascender socialmente y cuyo discurso romántico no era más que una coartada.  Caviló con que quizás su enamoramiento no era genuino, tan sólo una execrencia, un exceso de sentimentalismo baboso, un conjunto de frases y gestos robados de telenovelas latinoamericanas, amor de plastilina. También se decía que los dos eran personas adultas y que cada uno sabía el juego en el que se metía; que todas las relaciones empiezan y acaban, y de una manera más sutil o más descarada, todas se producen por mutua conveniencia, por lo que ella también habría sacado lo suyo de aquella historia, sobretodo habiendo compartido con un hombre culto y refinado tan distinto a sus anteriores parejas. Pero lo ineludible es que Candela le amaba y que él le había dicho que la quería infinidad de veces a requerimiento de ella, y que objetivamente la había manipulado, engañado y estafado sentimentalmente; un hecho frente al que el escritor experimentaba una calmosa indiferencia, como un médico que observa los achaques del paciente sin que le duelan. Incluso el autor –en otra línea de razonamiento-, se sentía orgulloso de si mismo por haber hecho lo que debía sin ceder a ningún escrúpulo angélico. Candela era su cantera y su deber era explotarla. Wilde y Baudelaire  -rememoraba el escritor escuchándose a si mismo- nos enseñaron que el arte está fuera del ámbito de la moral. Así que su manera de manipular a Candela suponía un comportamiento artísticamente lícito, ella era un “apunte del natural”, un material perfectamente saqueable. Todos los escritores -¡todos!- recogen anécdotas, episodios y descripciones de la vida real ¿Por qué con Candela estaba obligado a autocensurarse? ¿Porque estaba enamorada de él? ¿Porque se la follaba? ¿No fue Picasso el que dijo que en este mundo había tan sólo dos clases de personas, los artistas y todos lo demás? ¿Y no fue Ezra Pound quien proclamó: “El esmero en el trabajo con el lenguaje es la única condición moral del escritor”? Pues eso, el escritor en tanto que artista se encontraba por encima de las trampas morales que concernían a otros. Su quehacer literario estaba más allá del bien y del mal.