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domingo, 25 de julio de 2010

MENSAJE EN UNA BOTELLA ( I ).- (Amelia y Héctor. Relato conjunto)

Os vamos a dejar hoy un relato conjunto, pero que presenta la peculiaridad de que tiene dos finales distintos. Por eso, al mensaje en la botella, le dedicaremos dos post.

Os dejamos el primero:




MENSAJE EN LA BOTELLA


Calma.

Sólo una ligera brisa dejaba sabor a mar en la boca. El sol, cayendo con fuerza sobre la superficie del mar, provocaba reverberaciones de brillos inimaginables. Y sólo un cielo azul por todo testigo…

Estaba sola en aquella pequeña cala. Consciente de su soledad, no tuvo pudor alguno en su desnudez y así, desnuda, se tumbó, tras un refrescante baño, sobre la arena cálida. Pronto sintió un sopor dulce que la inducía al sueño, inevitablemente. Se estaba bien así, apagados los recuerdos, detenidos los pensamientos y sólo en pié las sensaciones.

Cerró los ojos y se abandonó a sus sentidos. Sintió cada grano de arena masajeando tímidamente la piel de su espalda y su cuerpo, imperceptiblemente, y obedeciendo a sus propios instintos, comenzó a bambolearse ligeramente para ampliar el efecto del masaje. Se concentró, durante unos minutos, simplemente en sentir, mientras acomodaba su cuerpo al lecho de arena. Un latigazo de placer le recorrió toda la columna y aumentó el ritmo de su contoneo sobre la arena. Contrajo sus nalgas y las relajó repetidas veces, y los granos de arena parecieron convertirse en manos que las acariciaran.

Mientras, el sol iba, poco a poco, resbalando por su piel y secando la humedad del cuerpo, templándolo con caricias cálidas, amables, suaves… Y esa tibieza besó su cuello; ella lo sintió junto al lóbulo de su oreja como un susurro, como si el propio astro le murmurara palabras de amor, y ladeó la cabeza y apartó su pelo, consintiendo y asintiendo al juego apasionado que su cuerpo anhelaba de aquellos rayos cálidos y embriagadores. Se arqueó ostensiblemente para recibirlos sobre su pecho y les ofreció sus senos que reaccionaron al envite del sol y, reclamando otras atenciones más precisas que la simple caricia solar que ya los excitaba, sus pezones se erigieron provocadores. Sus manos comenzaron a rozarlos, primero con cierta timidez, decididamente a los pocos segundos. Los ligeros pellizcos que les dedicó arrancaron de sus labios un gemido placentero y sintió como su boca insalivaba abundantemente. Atendió a la llamada y untó sus propios dedos en la saliva, refrescando con ella los botones álgidos de sus senos, que obedecieron de inmediato, como electrificados, y se endurecieron más aún, sin recato alguno. Se arqueó más y, con nuevo afán, los pellizcó ya sin ambages, mientras sentía entre sus piernas una calidez extrema y una llamada al delirio.

Juntó los muslos, presionando su sexo, buscando con ello un empuje sobre el propio centro del gozo. Abandonó la miel de uno de los pezones y volvió a ensalivar su mano que, solícita, acarició sus labios. Introdujo sus dedos en el volcán que ya era su sexo y lo acarició mientras se arqueaba más y más, ofreciendo a su propia mano la pasión que atesoraba. Presionó entre sus dedos, con la fuerza que suplicaba su cuerpo, el pequeño órgano de placer hasta arrancarle temblores a sus piernas. Atrajo ahora su otra mano a su espacio generoso en flujos y en humores y empujó sus dedos, con fuerza, bien dentro de él, mientras cimbreaba su pelvis al ritmo que imponían sus manos en su sexo. Permitió que sus dedos, enloquecidos, entraran y salieran de la cueva del placer y que investigaran los rincones de su nido. Se separaron los dedos dentro de sí con ahínco, pellizcaron las paredes, las rozaron con rítmico tesón, arañaron aquel canal que los albergaba y convirtieron los gemidos en gritos de placer. Una marea de humedades llenó los dedos de una gelatina cálida mientras que, en un temblor profundo y excelso, todo el cuerpo estalló en gozo. Un prolongado segundo de contener el aliento ante el súmmum alcanzado, y un jadeo que pedía intensidad plena. Dedos locos que alocados se lanzaron en contienda, ya sin medida y el último grito que acalló el sonido acompasado de la naturaleza…

El mar, testigo del capricho solitario de aquella hembra, besó sus pies y templó el ánimo cálido que la embargaba. Despacio, acariciando las paredes de su oquedad, sacó los dedos y los acercó a su boca. Quiso conocer el sabor de su deseo, y los chupó con cierta timidez y se sorprendió de su propia dulzura. Relajó, poco a poco, su cuerpo, y dejó que las manos lo acariciaran, ahora, lentamente, muy lentamente.

Abrió los ojos y la luz del sol la cegó un instante. Pestañeó un rato, hasta acostumbrase, para, con calma, volver a la realidad de la tarde en aquella perdida cala. Sintió de nuevo como una ola lamía sus pies y obedeció la llamada del mar. Se levantó rauda y se sumergió, sin más retraso, en las aguas frías que terminaron de acallar los gemidos que aún temblaban en su boca.

Un rumor tenue de olas acompasó el ritmo de su respiración, alterada instantes atrás, a su constante devenir y el recuerdo del gozo se disolvió entre las aguas.

Como una sirena añorada, Claudia -así se llamaba la muchacha- emergió de las aguas como una Venus, conformando en un instante fugaz la estampa de una pintura antigua. Recomponía su respiración y sus pensamientos con esa sensación de vuelta a la realidad que acontece tras la pequeña muerte del orgasmo, como cuando surgimos de la oscuridad silente de una sala de cine y nos golpean el bullicio y las múltiples luces de la poblada avenida. El altivo sol la deslumbraba, así que al girar su cabeza para perseguir con la mirada una gaviota gris que volaba rasante sobre el mar, no percibió en un principio más que un bulto oscuro varado sobre la arena, un bulto que sin embargo pareció moverse. Asustada, Claudia corrió a vestirse; mejor sería salir de la cala corriendo sin mirar atrás, pero por uno de esos impulsos que una nunca acaba de explicarse, con el teléfono móvil en una mano y las sandalias en la otra se aproximó, ya cubierta de ropa, al fardo, al ser semoviente, temerosa. Y Claudia vio a un hombre, un hombre negro descalzo y con el torso desnudo que parecía haber sido vomitado por el mar.

Rápidamente comprendió lo que pasaba. Telefoneó al servicio de urgencia para dar cuenta del naufrago y después sigilosamente se acercó hasta él. El hombre estaba boca abajo y la muchacha temió que se ahogase, tomándolo por las axilas lo extrajo de la rompiente de las olas, arrastrándolo con dificultad hasta lograr que apoyase su espalda contra una roca. Claudia se sirvió de la botella de agua que había traído en el bolso y le dio de beber, al contacto con la frescura del agua, sus labios reaccionaron, lentamente recobraba la conciencia. Era un joven hermoso pese a las porciones de piel quemadas, bien conformado, el torso musculado sin excesos artificiales, los ojos rasgados, las pupilas color café enmarcadas por un blanco enrojecido, los labios gruesos y llagados pero aún sugerentes. Un hombre que volvía a la conciencia con sed, y que terminó de beberse toda el agua de la botella, más de un litro, y como si le doliesen los labios al hablar, apenas se le oyó decir merci. Claudia lo cubrió con la toalla al verle tiritar y como no parecía que el frío lo abandonara, lo abrazó con ternura, mientras el joven declinaba su enfebrecida frente sobre los pechos mullidos de la mujer. Sosteniéndolo entre sus brazos, Claudia experimentó una borrachera de ternura, una compasión que la estremecía. Lo sentía entre sus brazos tan desamparado, tan vulnerable, incluso frágil como una pieza de cristal. Lo estrechó con fuerza, o acunó y obedeciendo a una inclinación insospechada, le besó en los párpados y le acarició el pelo hasta el momento en que llegaron los sanitarios de la Cruz Roja.

Al día siguiente por la tarde, Claudia regresó a la cala, cargada con una alegría y un orgullo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Resonaban en sus oídos las palabras de los sanitarios, agradeciéndole el haber socorrido al joven inmigrante: “Si no es por usted, el chico habría muerto”, le dijeron. Nunca había hecho nada heroico, así que aquella novedad la enervaba. Se desnudó, como solía hacer, molesta con las prendas que la cubrían y se precipitó sobre la arena caliente. Desnuda se enfrentó al sol, regocijándose con la tersa y cálida temperatura. Como en el día anterior volvió a sentir una embriaguez creciente y sus diligentes manos se aprestaron a repartir caricias. Si en la tarde anterior, su voluptuosidad se nutría únicamente de la naturaleza, ahora era aquel sentimiento de compasión hacia el joven negro lo que alimentaba su sensualidad. Haber salvado una vida ¿no suponía haber salvado un poco a toda la humanidad?

Rememoró la ternura habida mientras su mano pellizcaba uno de sus pezones a la vez que su otra mano se deslizaba entre sus muslos, y reconstruía el sabor a sal y el contacto con los ensortijados cabellos en el instante en que su mano derecha alcanzó los arrabales de su vagina solícita de humedades. Y fue el arrebato de intensa compasión que reverberaba de nuevo en su conciencia lo que la llevo secretamente a pulsar el botón mágico, a posar el dedo ensalivado en el epicentro del placer, a través de sus labios, abiertos como una flor indecente. Arqueó su cuerpo y el aire se tiñó de gemidos. Oleando desde sus profundidades de mujer, brotó el orgasmo como un relámpago, como una descarga eléctrica, despeñando por el vacío cualquier atisbo de control, arrancándole gritos, sumiéndola en un atisbo de placer; un climax que atravesó su cuerpo y empapó sus dedos. Claudia se sintió después extraña y atemorizada, nunca le había pasado algo así. NO era por el orgasmo, -estupendo, pero tan similar a otros muchos-; era porque jamás le había turbado sexualmente un acto de bondad. Nunca la ternura y la compasión la habían excitado de aquella manera. Consciente que había descubierto una nueva y más intensa forma de amar, se vistió con prisas y abandonó la cala, asustada.

sábado, 24 de julio de 2010

LA CUCHARA

Dialogando con una amiga, hace un rato, me manifestaba lo cansada que estaba de la vacuidad de la vida. Como la entiendo, le dije (en realidad, me dije): "Pues si no te gusta, ¡cámbiala!". Me contestó que no es posible cambiar el mundo, así sin más. Le di la razón; sin duda no podemos cambiar el mundo de la noche a la mañana, pero, al menos, si podemos empezar a cambiarlo. Y me vino a la cabeza un cuento que leí hace tiempo. NO os puedo nombrar a su autor, pues no lo recuerdo, pero si os puedo dejar mi versión, tal como lo recuerdo (la redacción es mía, no lo es el contenido).



Una pequeña aldea se cobijaba de los fríos y los vientos bajo una inmensa montaña. A la sombra de la montaña, la aldea había ido creciendo, amparada en la protección que aquella le brindaba. El medio era tan hostil por aquellas latitudes, que se hacía imprescindible protegerse de los vientos huracanados y los rotundos fríos que arrasaban por doquier. Y aquella montaña ofrecía un parapeto natural para aquellos intempestivos caprichos climáticos de la naturaleza más adusta.


Sin embargo, la gran embergadura de la mole montañosa privaba de luz a la aldea. Los rayos solares apenas incidían sobre ella unas pocas horas al día, y eso, solamente durante los meses del estío. Los inviernos se hacían largos y duros en la sombra casi permanente en que vivía la aldea.


La falta de luz solar había provocado que los habitantes de aquel lugar crecieran muy poco y, generación a generación, las venideras eran cada día más bajas. Los niños crecían raquiticos y con enfermedades en la piel y en los huesos.


Un buen día, el habitante más viejo de la villa, un anciano postrado desde hacía años en la cama, con grandes dificultades para moverse, para andar, abandonó su casa y se dirigió a los líndes del pueblo, al pié mismo de la montaña, portando en sus manos un gran cuchara de madera.


Los vecinos, extrañados, no daban crédito a sus ojos y, ante lo inopinado del hecho, le preguntaron, relamente sorprendidos:


- ¿A dónde vas, amigo, tú que hace años que no sales de tu hogar?


Él, en un hilo de voz, les responde:


- Voy a la montaña


- ¿A la montaña? - no pueden enterder qué se le puede haber perdido a aquel hombre en la montaña


- Sí, a la montaña.


- Pero... ¿Qué te lleva a la montaña?


La extrañeza de sus convecinos iba en aumento


- Intentaré desplazarla, para que deje pasar el sol


Su voz, aunque en tono bajo y apagado, era firme y decidida


- ¿Pretendes desplazarla y con esa cuchara?


La sorpresa estaba dando paso a la ironía. Aquel hombre no podía estar bien de la cabeza


- Sí- contestó sereno- Con esta cuchara


- Pero... ¡Tú estás loco!, ¡Nunca podrás!, Anda, anda... ¡vuelve a casa!


Nadie dudaba de que aquel hombre de avanzada edad lo único que estaba haciendo era desvariar sin sentido, pero él, se mantuvo firme y remató:


- No, no estoy loco. De sobra sé que no podré, es evidente, tengo una cuchara y me enfrento a la montaña más majestuosa que pueda haber conocido en mi larga vida, pero... ¡alguien tiene que comenzar!....





martes, 20 de julio de 2010

LA PASIÓN DE LAS HERMANAS RECOLETAS (relato conjunto)

PRIMERO DE OCTUBRE DE 2001. -Convento de Clausura de las Hermanas Agustinas Recoletas



-No me puedo creer que yo sea el primer hombre que entra en este convento en los últimos ciento cincuenta años –proclamó, incrédulo, el técnico.

-Así, es –dijo Sor Angustias de la Cruz, que ejercía de persona de enlace entre la comunidad conventual, que guardaba extrema clausura, y el mundo exterior-. El último varón seglar al que se le permitió el acceso al convento fue el que nos instaló la caldera de carbón y, de eso, hace ya siglo y medio.

-¿Y desde entonces no ha pisado estas losas ningún otro hombre?

-Bueno, hay que decir que sólo la presencia del oferente de la Santa Misa diaria es admitida en este convento, así como la de los padres confesores a los que sí les permitimos el acceso para que puedan confesar a las hermanas. Sin embargo, ni siquiera ellos las pueden ver; las hermanas se confiesan separadas por una tupida celosía que impide el contacto visual. Durante las horas en que usted esté aquí, las hermanas estarán recogidas en la sala capitular.

-Pues que sepan que su época de aislamiento ya ha terminado; ahora estarán conectadas al mundo gracias a Internet.

 -¡Mundo, Diablo, Pecado y Carne! –se santiguó sor Angustias de la Cruz -Bien sabe Dios que a mí, estas moderneces no me hacen ninguna gracia. Pero, poderoso caballero es don dinero y si queremos poder mantener a flote el convento,  no nos queda más remedio que comercializar nuestros dulces y bordados; y la única manera de hacerlo sin quebrar la regla de clausura es por Internet.

-Les aseguro que no se arrepentirán. Una última cosa: instalar el cableado me llevará dos días. 


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28 DE MARZO DE 2002.- Procesión del jueves santo; Paso de la Santa Hermandad de la Última Cena. Calle del Convento. Convento de Clausura de las Hermanas Agustinas Recoletas.
 


 

-¡Dese prisa, hermana Anunciación, dese prisa! ¡Ya están aquí!.

En el convento de las Hermanas Agustinas Recoletas, el día se presentaba con un tinte nuevo. La Reverenda Hermana Directora,  recién nombrada, había prometido reformas interesantes en la vida monacal y, además de adecuar los cultos a las nuevas formas y ofrecer los productos de fabricación artesanal que preparaban las monjas, a través de una página de Internet, poco a poco, iba dando un aire nuevo al convento y sus costumbres. Aquellas monjas de clausura  estaban descubriendo posibilidades ignotas y apartadas de la cotidianidad de sus rezos y obligaciones. Ese Jueves Santo se prometía grande y esplendoroso desde el ventanal principal del convento que, por fin, había abierto sus pesados cortinones y ofrecía panorámicas inesperadas de la calle principal de aquel pueblo que, desde siempre, había sido ignorado por la comunidad religiosa. Coincidiendo con la Semana Santa, en contra de la regla imperante del máximo recogimiento en esas fechas, Sor Ascensión, Reverendísima Directora del centro, había invitado a las hermanas a seguir los pasos procesionales que se sucedían esos días, por supuesto detrás de los ventanales y  manteniendo una actitud humilde y recatada. Algunas religiosas de mayor edad no entendían aquellas actitudes reformistas y elevaban oraciones al altísimo pidiendo su clemencia redentora ante tales modernidades, como aquella maldita Internet que más parecía obra del maligno;  pero, la verdad es que la mayor parte de las hermanas veían con muy buenos ojos el despertar a un mundo que era tan real, o más, que el callado día a día en el que la comunidad vivía. y se entregaban con alegría al disfrute que supone el reconocimiento de nuevas sensaciones. El optimismo y la ilusión empezaban a llenar los pasillos de un convento que, durante siglos, sólo había conocido el silencio.

-Reverendísima Hermana, ¡Venga Vd., venga! ¡Mire, es el mismo Sr. Obispo el que encabeza el paso!
 
Todo era nuevo y todo despertaba sensaciones desconocidas en las hermanas

En la calle, mientras, se arremolinaba una multitud de gente, acompañando cada paso de la procesión de aquel día Santo. Por primera vez en varios siglos de existencia de la comunidad religiosa, las cortinas del ventanal gótico del convento estaban abiertas y decenas de pares de ojos seguían, sin perder detalle y embebidos en luz, la procesión. Y eso tampoco podía pasar desapercibido a todas aquellas gentes que observaban, casi con más interés que el  puesto en los actos procesionales, los movimientos femeninos detrás de los cristales. Las caras de sorpresa daban paso a los cuchicheos y, estos, a las sonrisas cómplices y los encendidos aplausos. Los espectadores, en aquella calle, miraban más a las hermanas que a los procesionarios. ¡Eran, aquel día, más interesantes las monjas, que los capirotes!

En el convento, a su vez, la excitación de las religiosas iba en ascenso: la riqueza de colores de las ropas de los cofrades, la exhuberancia ornamental, las luces en movimiento, la embriaguez de la música de los tambores… La última cena era el paso que, en ese momento, cruzaba frente al Convento de las Hermanas Agustinas Recoletas. El esplendor que lucía el mismo despertó una gran ovación en las congregacionistas. Una voz se elevó entre las demás y claramente, se escuchó:
 
-¡Hermanas! ¡Si parecen huevos fritos!

Un coro de risitas desbocadas acompañó la expresión de Sor María Auxiliadora que, en su inocencia, se sorprendió de que los cofrades que precedían el trono lucieran ropajes blancos y amarillos. Todos los bordados eran en oro y plata y las vestimentas relucían con especial fuerza.
 
Sin pensarlo mucho, Sor Anunciación abrió los ventanales y, llevada por una emoción incomprensible, por una especie de estado de trance y acompañada por el júbilo de sus compañeras, gritó un ¡OLÉ, LOS HUEVOS! que retumbó en toda la calle…
 
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20 DE JUNIO DE 2003.- Palacio Episcopal. Sala de procesos.

"Ante este Santo Tribunal, en presencia de su eminencia, el Sr. Prelado de esta Diócesis, Monseñor Rancio Burela, y enviado de Su Santidad, el Santo Padre, comparecen, en su nombre, las Hermanas Agustinas Recoletas: Reverenda Hermana Directora, Sor Ascensión;  Reverenda Hermana Sor Anunciación; Reverenda Hermana Sor María Auxiliadora y Reverenda Hermana Sor Angustias de la Cruz, que se someten a la disciplina de este tan alto Tribunal y prometen acatar su dictado con la humildad y recato que la condición de la Hermandad les obliga”


HECHOS PROBADOS

Queda probado que el día 28 de marzo de 2002, habiendo permitido Sor Ascensión, Directora del Convento de clausura de las Hermanas Agustinas Recoletas, que éstas exceptuaran una de las normas de su Regla, que prohíbe su exhibición al mundo, con ocasión del paso de la procesión de la Semana Santa; se produjeron en la Calle del Convento de la presente ciudad, los graves y tristísimos altercados que han dado pie a la obertura de este proceso.

Queda probado que la Hermana Sor Anunciación gritó “¡OLÉ, LOS HUEVOS!”, sin ninguna intención impúdica ni lasciva, sino, que simplemente se trató de un lapsus linguae emitido en un rapto de fervor devocional.

Queda probado que el, por entonces, Señor Obispo, titular de esta diócesis, un tal Don Primitivo Vasques, le respondió –también espontáneamente- con la siguiente frase: “¡PERO SI SON LAS TÍAS DE MONJAS GUARRAS PUNTO COM!”. Frase que provocó un fuerte impacto entre el público y que fue secundada, en su veracidad, por varios de los nazarenos, que a su vez, también era usuarios de la citada web.
 
Queda probado que la Directora del convento, Sor Ascensión, se mantenía ignorante en el hecho que las hermanas a su cargo eran las monjas protagonistas de la mencionada  web.

Queda probado que Don Mario Ozores, el técnico informático que instaló Internet en el convento, colocó subrepticiamente, y por su cuenta, diversas cámaras ocultas en dormitorios y lavabos; por las que se recogían en tiempo real imágenes que eran emitidas en la web, también de su creación, “monjasguarras.com”; material fílmico al que se accedía previo pago. Hechos por los que el Sr. Ozores está encausado en un proceso penal distinto del presente.

Queda probado, por las imágenes de la citada web, que, en el mentado convento de clausura, las hermanas protagonizaron -entre los meses de octubre de 2001 y marzo de 2002-, numerosos actos impuros entre los que abundan las masturbaciones y las relaciones lésbicas, además de un caso de zoofilia. Así mismo, queda probado, que estos actos impuros se realizaron sin el conocimiento de la Directora, Sor Ascensión.
 
Queda probado que la hermana Sor Angustias de la Cruz, organizaba clandestinamente visionados de páginas de Internet de contenidos pornográficos, a la que eran invitadas las hermanas Sor Anunciación, Sor María Auxiliadora y otras, cuyos nombres no han podido ser dilucidados por el presente tribunal


FALLO

Se expulsa de la orden a Sor Angustias de la Cruz, por inductora de conductas malsanas, por la práctica conocida de 211 masturbaciones, 69 actos lésbicos y por mantener relaciones zoofílicas con el perro del convento.
 
Se expulsa de la orden a Sor María Auxiliadora, por la práctica de 150 masturbaciones y 48 actos lésbicos.

Se sanciona a Sor Anunciación por colaboración necesaria en la difusión de actos impúdicos,  negándole, de por vida, que pueda quebrar su voto de clausura, salvo dispensa del Santo Padre.
 
Se prohíbe el uso y disfrute de Internet en el convento, al haber supuesto algo similar a la aparición de la serpiente en el Edén, con sus nefastas consecuencias.

Se destituye y se traslada a Sor Ascensión, por demostrada incompetencia en el ejercicio de su cargo de Directora del convento.

 
Es gracia que emana de Su Santidad y que firma y rubrica el Sr. Prelado de esta Diócesis, Monseñor Rancio Burela, a 20 de Junio del año del Señor de 2003.
 

viernes, 9 de julio de 2010

La razón de mi verso



¡Desnudad la risa!
¡Desvelad el llanto!
Y cuando el alma luzca al natural,
sin aderezo alguno,
preguntadle al alma,
pues en el eco de sus respuestas
está la razón de vuestro verso.

El eco os hablará del perfil de una canción,
de la que perfuma, con nácar, los labios
cuando sus notas no se atienen al dictado impío
de una batuta desconchada en rabias.

Os contará, también, del hilván que acerca fuego y agua,
del que arropa, en brasas, las noches de silencio
y desviste los gritos de un géiser de voz ronca,
devenidos en la docta mano de un maestro.

Os predicará sobre esperas y labores
mientras sangran, los ojos, tilos y magnolias
y, en el instante doliente de un sollozo,
apreciaréis, al fin, quién es vuestro don,
y quién vuestro castigo;
comprenderéis que todo el tiempo es vuestro,
y que sólo en vosotros tiene principio y final
vuestro verso.

miércoles, 7 de julio de 2010

CANDELA. Capítulo III (último)


Cuando el escritor se empleaba en el penúltimo capítulo de su novela, ocurrió un inquietante incidente que lo precipitó todo. Su cuñado norteamericano le llamó desde Los Ángeles para decirle que su hermana se hallaba en fase terminal y que los médicos la habían desahuciado; “agoniza”, fue la palabra dicha. El escritor hizo los preparativos para viajar a los Estados Unidos y dos días antes de su partida Candela apareció con una figura de yeso que según dijo representaba a Santa Bárbara. La estatuilla  era la imagen de una Virgen que sujetaba un cáliz y una espada en sendas manos:

-Amor, mi virgencita curará a la tata ¡ya verás! –El escritor la miró con odio, quería a su hermana y le repugnó ver a su chacha como banalizaba un momento de dolor familiar con aquellas supercherías de analfabeta. Se cortó en reprenderla al decidir que apenas volviese de Los Ángeles la dejaría. Con expresión concentrada, Candela prendió un cigarrillo y aguardó a que se consumiera para inspeccionar las cenizas en silencio. Cuando terminó con sus auspicios, anunció con suma seriedad:

-Se cumplió la petición. Llama a tu cuñado, la virgencita te ha escuchado. –El escritor consiguió una hora más tarde comunicarse con James -su cuñado-, su hermana se había recuperado “milagrosamente” según le hizo saber llorando de alegría. El escritor dirigió su mirada incrédula a Candela que sonreía de una oreja a la otra, y por primera vez, comenzó a sentir miedo.

A los dos semanas del milagro, al escritor se le presentó la oportunidad de realizar un reportaje sobre la Feria del libro de Frankfurt y sin despedirse de Candela marchó para Alemania. Desde la habitación del hotel, el escritor, apenas hubo deshecho su maleta, telefoneó a Candela para decirle que no quería seguir con ella. La mujer lloró, renegó, le suplicó, le reprendió que hubiera incurrido en aquella deslealtad de romper con ella por teléfono a cientos de kilómetros sin el valor de decírselo a la cara, también le advirtió que lamentaría su decisión y que le estaba devolviendo mal por bien. El escritor encajó los pucheros de su ex asistenta replicándole que ya no la quería, que sólo le tenía cariño; que la había amado, pero que ella le había decepcionado; que no podía obligarle a quererla ni a estar juntos, si no era eso lo que sentía. Cuando colgó el teléfono, el hombre se acercó a la ventana y asomándose por ella, se dedicó a contemplar durante un rato las aguas calmas y grises del río Main sobre las que se deslizaban intermitentemente enormes y perezosas barcazas fluviales. Por fin –exclamó, y una cálida sensación de alivio calentó su espíritu.

Cuando el escritor regresó a su pueblo, lo primero que hizo fue entrar en la taberna a tomar un café y de paso borrar los dos mensajes que Candela había dejado en su teléfono móvil. El primero enunciaba: “Sin ti me undire”, no te hundirás porque la mierda flota, pensó el hombre mientras lo eliminaba. En el segundo SMS le dejaba un aviso que hizo que el escritor se riera con ganas: “Si no buelbes conmigo, intentare contra mi vida”. Al entrar en su domicilio se encontró a Candela en el estudio con expresión entristecida y severa, los surcos de rimel le llegaban hasta el contorno del mentón. 


-¿Sabes encender un ordenador? –se sorprendió el escritor al comprobar que la mujer había estado leyendo su novela.
-Mi Kevin me ha enseñado. ¿Esa tal Maripuri del libro, soy yo? –añadió señalando el texto reflejado en la pantalla. -Pensaba que había otra mujer, pero esto es mucho peor.
-No mujer…
-Por favor, no me mientas más, ya he tenido suficiente. ¿Tan tonta me crees, tan ignorante me encuentras que piensas que no veo lo que ha pasado? ¿Y por qué no soy como tú, me desprecias? Lo que tú has hecho si que es despreciable, tú sí que das lástima. ¡Qué pena que no hayas sabido valorarme! Yo te amaba sinceramente, con mis defectos, porque sí, soy cotilla; pero te amaba limpiamente, con toda la ilusión y el cariño que una mujer puede poner en un hombre. Me has quebrado el corazón, has utilizado mi cuerpo y me has robado el alma –Candela hablaba con una elocuencia desconocida hasta entonces. –Has jugado con mis sentimientos, y eso es lo peor que se le puede hacer a una persona, sólo lo supera el asesinato; y todo lo hiciste porque convenía a tus intereses de mierda. El otro día me enteré por un documental que cuando una ostra es agredida por un grano de arena, el animal lo envuelve en nácar y fabrica una perla. Yo me recuperaré, saldré de esta experiencia siendo mejor persona, pese a todo seguiré creyendo en el amor. Superaré este momento amargo en el que has pagado con ingratitud y traición, la entrega y la generosidad con que te amé. Tú en cambio, no eres bueno y saldrás de ésta peor aún, más ciego a todo lo que es noble, con las manos manchadas de egoísmo, podrido por la indiferencia -el escritor la escuchó asombrado, jamás hubiese dicho que aquella vacaburra estuviese dotada para el lirismo. Seguro que lo había ensayado, no cabía duda, tras zamparse veinte culebrones. Decidió no interrumpirla, estaba intrigado en saber como acababa su monólogo. -¿Esta es la única copia que guardas de la novela?
-Sí.
-Pensé en tirar el ordenador por la ventana y destruirlo todo para que te quedaras sin librito. Pero será mejor que vendas tu novelita, tú mismo te harás daño. En esta vida nadie se va sin pagar factura, el mal que has hecho te vendrá a ti. Le pediré a mi virgencita que se encargue de que lo pagues –y sacando a la luz la medalla de oro por entre el canalillo de sus tetas, la besó con devoción. -Conmigo te vino la suerte y se marchará conmigo. Estas maldecido.
-Cuando salgas por la puerta deja las llaves sobre el recibidor y haz el favor de lavarte la cara, pareces una puta violada.


El escritor se pasó el resto de la tarde releyendo a Nietzsche, su filósofo de cabecera: “Dos cosas anhela el hombre de verdad –proclamaba el bigotudo-: el peligro y el juego, por eso quiere a la mujer, que es el juguete más peligroso”. Leyó la sentencia y al relacionarla con Candela, no pudo evitar desternillarse en una carcajada.

Pasaron diez meses desde el abandono, y la maldición que le había lanzado Candela no parecía surtir efecto. Muy al contrario, el escritor vivía un momento dulce. Su novela se acababa de publicar y la acogida de la crítica era excepcionalmente buena. El más reputado crítico del país reseñaba su novela en el suplemento literario del diario de mayor venta de la siguiente manera: “Una isla se hunde en el mar como consecuencia de la subida del nivel de las aguas a causa del cambio climático. A los habitantes parece no importarles que la isla se colapse, así que se van adaptando a los inconvenientes que les supone las nuevas circunstancias, hasta terminar acampando en los tejados, un cambio de vida que realizan sin aspavientos ni excesivas valoraciones. Lo que les preocupa realmente a los vecinos de la isla es el poder ocultarse mutuamente sus muchos secretos y el despellejarse los unos a los otros. Así pasan de envidiar quien posee el coche más caro, a envidiar quien tiene la lancha fuera borda más moderna. El narrador de la historia es Nikita, una lagartija que se cuela en todas las casas para contarnos con insobornable objetividad todo lo que ve, ella será el único ser que sobreviva. Después de Balzac y su Comedía Humana, esta es la mejor disección de la condición humana que se ha realizado desde entonces, describe maravillosamente la decadencia de nuestra civilización”. Una semana después de la presentación de su novela, el escritor recibió la angustiada llamada de su cuñado, su hermana había sufrido una recaída súbita y brutal en su enfermedad. Sin demora, la misma mañana en que le concedieron el visado, el escritor se dirigió al aeropuerto y una hora antes de embarcar sufrió unos terribles dolores de estómago acompañados de vómitos y hemorragia. En el hospital donde le operaron de urgencia, el cirujano le mostró una radiografía:


-Ve esta sombra. ¿Ha comido recientemente en algún restaurante chino?
-Justo antes de ir para el aeropuerto, pero no sé que puede tener eso que ver.
-La sombra es un microchip, lo llevaba el gato o el perro que le sirvieron en el menú.
-Doctor, eso es una leyenda urbana. Eso no le pasa a nadie.
-Pues a usted le ha pasado.
 
Su segundo intento de cruzar el Atlántico también se malogró. Cuando ya habían pasado las Azores, uno de los pasajeros, un famoso cantante de tecno-rumba que ya había subido entonado al aparato, comenzó a insultar a las azafatas porque no le servían más alcohol, y como uno de los pasajeros reprendió su actitud, comenzó a propinarle golpes, desatando una terrible pelea. El comandante del vuelo, entendiendo que se veían comprometidas las condiciones de seguridad aérea, decidió regresar al aeropuerto de origen pese a que habían transcurrido más de cuatro horas desde el despegue. El tercer intento de trasladarse a América fue exitoso, excepto por las muchas turbulencias sufridas y que por culpa del mal tiempo se vieron obligados a aterrizar a cientos de kilómetros del aeropuerto de destino, además de que le extraviaron el equipaje. Durante todo el viaje, el escritor estuvo espantando, temeroso de que se produjera una catástrofe aérea, convencido, pese a lo ridículo de la idea, que la maldición de Candela se cebaba en él. Al llegar a Los Ángeles, el delicado estado de salud de su hermana le movió a instalarse por varios meses en la ciudad, tiempo en el que se sucedieron las desgracias: fue tomado como rehén en un atraco a un banco; le atropelló una furgoneta rompiéndole una pierna; y le sobrevino una galopante disfunción eréctil. Con todo, su hermana logró estabilizarse, aunque no logró recuperar el saludable nivel que había experimentado coincidiendo con la intercesión de Candela a la Virgen. Al entender que ya no era de utilidad seguir junto a su hermana, el escritor regresó a España. Habían pasado sólo tres días desde su vuelta a su domicilio, cuando una llamada telefónica del alcalde le convocó a un acto de homenaje a su persona para aquella misma tarde en el salón de plenos del Ayuntamiento. Pletórico y perfumado, el escritor se dirigió a su cita, contemplando desde lejos con satisfacción que a la entrada del Consistorio se agolpaba una muchedumbre. Al aproximarse, pudo distinguir algunos rostros familiares. Allí estaban el cartero putero, el párroco bujarrón, la farmacéutica promiscua, el ludópata de la rotonda, el camello del pueblo, el bombero espiritista, el conserje lascivo y siete marujas adúlteras, junto a otros de sus personajes. Todos ellos se habían reconocido en la novela, amalgamados en una indignada y amenazante turba que se encrespó al advertir la presencia del escritor, erizada de gritos e insultos, jalonada de crispados gestos de odio. Capitaneaban la algarada el jefe de la policía local, asistido por el hijo yonqui del alcalde. El escritor comprendió que debía correr, pero le dieron alcance. Fue un segundo antes de que Putanieves le mordiera en el brazo, antes, por supuesto, de perder el conocimiento, antes del trauma cráneo-encefálico; que atravesó la conciencia del autor un relámpago de estupor: sus personajes le estaban propinando una brutal paliza. Algunos días después del linchamiento, un médico trataba de convencer al escritor que la vida seguía siendo hermosa y repleta de alicientes y le ofrecía todo el apoyo que necesitase para adaptarse a su nueva condición de parapléjico.

CANDELA. Capítulo II (de tres)



Al volver al chalé adosado, el escritor encontró a Candela recluida en el cuarto de invitados, cabizbaja y con el rostro oculto entre las manos.


-Candela ¿qué te pasa?


La asistenta mostró unos ojos enrojecidos, lloraba y gimoteaba, el rimel se le había corrido espantosamente: 


-Disculpe, no he podido evitarlo, soy tan feliz.
-¿Por qué? –preguntó el escritor alarmado.
-Es la primera vez que veo que usted se interesa por mí y me presta atención.


El escritor se acercó a ella con el propósito de censurar aquella ridícula falta de mesura, pero antes de que dijera nada, la mujer aprovechó para arrojarle de espaldas sobre el camastro de invitados, y quitándole el pantalón con endiablada eficacia, comenzó a sorber sus genitales. Candela le propinó una intensa felación de esas que sólo se ven en las películas pornográficas, y tras el final feliz del hombre, en el azabache de sus cabellos quedó esparcida una constelación de grumos blanquecinos: -Cari, tenías un tanque en los huevos –apostilló sonriendo. El escritor, aún con la conciencia obnubilada por el reciente orgasmo, no podía creerse lo que le estaba pasando ¡menuda guarra era aquella tía! La mujer se incorporó de la cama con una incomprensible alegría, contenta como si le hubiera tocado una rifa, y una vez en el cuarto de baño, se lavó la cara, y sin dejar de cantar una copla tras otra, se dirigió a la cocina, donde preparó una tortilla de patatas sencillamente gloriosa.

Al día siguiente de la mamada, Candela le confesó al escritor que estaba enamorada de él “hasta las trancas”, desde el primer día en que entró a limpiar en la casa (“cuando te veo, siento hormiguitas en el estómago”), y que no paraba de explicarles a sus amigas lo orgullosa que se sentía trabajando para un gran escritor. El autor le preguntó si había leído alguna de sus novelas, pero Candela le dijo que no, pero no por nada personal, sino porque ella no leía libros, tanta letra junta le cansaba. Aunque el escritor guardó silencio, el saber que Candela no había leído nada suyo, y lo que era peor todavía, que no mostraba ningún interés en hacerlo; le produjo un terrible disgusto y una inmediata antipatía hacia aquella mujer. Consideró que aquella mujer presuntamente le amaba por el que dirán, por el vano y vacío relumbrón del estatus, algo muy característico de las personas vulgares e ignorantes, de las personas superficiales y pobres de espíritu. Pese a todo, convino en seguirle el juego, al menos hasta que acabase su novela; además, nunca se la habían chupado tan prodigiosamente. A partir de aquel momento Candela se negó a cobrarle las tareas del hogar, y aunque el escritor protestó hipócritamente, en el fondo se alegró de ahorrarse dinero.

Los primeros días que pasaron juntos, ella se los pasó –entre tarareos de copla y rumba- contándole su vida; una florida novela digna de Dickens, una sucesión de desgracias que sin embargo narraba con no poco humor. Desfilaban por su relato, novios y maridos alcohólicos, adúlteros, machistas, celosos patológicos y maltratadores reincidentes, siendo su progenitor el primer sujeto con dichas características que le amargó la existencia. Estaciones de su particular vía crucis eran las huidas de casa a media noche cargando con los niños, los partes de lesiones aportados en los Juzgados, las visitas al médico forense, las cuentas corrientes vaciadas, los abandonos, el régimen de visita incumplido, las pensiones de alimento sin abonar, los mensajes cazados en el móvil de su pareja remitidos por alguna pelandrusca... Tenía tres hijos de padres distintos: Kevin, Sarai y Sheila y gracias a Dios y al buen hacer de la abogada de oficio de su último divorcio, un techo bajo el que cobijarlos.

No tardó mucho en descubrir el escritor que tal y como afirmaba a cada momento, su asistenta, en efecto, le amaba. Todas las señales del amor latían en Candela: el brillo en los ojos, las miradas extasiadas, los espontáneos estremecimientos, un estado de ilusión y alegría saltarina, la admiración desbordante que le dedicaba, un deseo glotón de estar con él a todas horas, una actitud pegajosa que le llevaba a acariciarle y besarle continuamente, los mensajes y las llamadas de teléfono diarias, las ensoñaciones áureas sobre la vida que iban a llevar juntos. Aquel derroche de afectos provocaba en el escritor incomprensión y perplejidad. No podía entenderlo. ¿A qué se debía toda aquella parafernalia sentimental? No tenía lógica, realmente ella no sabía nada de él, ni de su pasado, ni de sus gustos; si acaso, todo consistiría en una película absurda que ella hubiese recreado en su imaginación. ¿Qué le había hecho él de bueno a ella, para que por ejemplo, le trajera constantemente míseros regalos que compraba en un bazar oriental? ¡nada! La sentina de la misoginia se removía al pensar en todo aquello. Las mujeres eran complicadas, estúpidas, absurdas, vehementes e injustas en sus sentimientos, especialmente cuando amaban.

El escritor supo desde el mismo instante en que se inicio aquella relación –falsa y llena de fingimientos por su parte-, que los deseos de Candela de formar pareja con él, de construir un proyecto de vida en común, nunca se verían recompensados por muy meritorios que fuesen los sacrificios que ella hiciera para seducirle. Durante el tiempo en que duró aquella farsa de noviazgo, el escritor se dedicó a tomar clandestinamente notas para su novela, estudiando a la mujer como lo haría un entomólogo que inspecciona un ejemplar curioso; con el asombro constante de que quizás jamás coincidieron en encontrarse dos personas más diferentes. Siendo el hombre: taciturno, pesimista, neurótico y arisco; en contraste con una Candela acogedora, alegre, optimista, cantarina, bromista y cariñosa. Él, pertinaz misántropo; ella, firme creyente en la bondad natural de la gente. El autor, intelectual reconocido; Candela, obtusa y espesa. Ella, fumadora conspicua pese a su dolencia asmática; el escritor anti-tabaco militante, aunque harto aficionado a las bebidas espirituosas. Ella amaba a los perros, él los detestaba. Tampoco congeniaban en el sentido del humor, que en el caso de Candela era zafio e infantil hasta el punto en que cualquier flatulencia le hacía desternillarse de risa; mientras que el escritor exhibía una sofisticada ironía aromatizada de cinismo. A Candela le gustaban las películas de acción con abundancia de efectos especiales, las de terror más tópicas -gritaba con desenfreno y se tapaba la ojos ante las más trilladas escenas-, y las de temática romántica siempre que la trama fuese simple; el escritor coleccionaba clásicos y pretenciosos films de autores franceses en versión original. El escritor era un hombre culto; mientras que la ignorancia de Candela era amazónica, tan profunda y caudalosa que podía llegar a ser creativa: 


-Churri ¿en qué piensas? –le interrogó un día.
-Que para el artículo que estoy escribiendo, me iría bien tener a mano algo de Schopenhauer.
 -Cari, si necesitas chóped, yo te lo traigo del super.


Con todo, lo peor era que el escritor se aburría irremediablemente a su lado, hasta el extremo en que le costaba disimular los bostezos que la cháchara de la parlanchina Candela le provocaba. La conversación de su asistenta era plana como una pista de patinaje por donde se deslizaban a toda velocidad los lugares comunes, el refranero popular, los prejuicios habituales de la plebe y las típicas tribulaciones de una ama de casa de clase baja. Todo ello expresado en un lenguaje léxicamente raquítico, aunque maltratado con todos los giros y defectos del habla suburbial. Por supuesto, frente al acerado racionalismo del escritor, Candela creía en todo tipo de fuerzas sobrenaturales y estaba convencida que el destino –más bien un desatino, replicaba mentalmente el escritor- les había unido. Su chacha –según su propia confesión- estaba dotada de poderes sanadores, clarividencia, tiraba cartas, leía posos de café y otras gilipolleces por el estilo. El escritor se preguntaba con interés sociológico ¿por qué a todas aquellas petardas les daba por la mística de pacotilla, el esoterismo de feria, los horóscopos de revista de peluquería y payasadas similares? Lógicamente, Candela creía en la reencarnación: 


-Yo en otra vida fui la reina esa del sitio ese de las pirámides.
-¡Cleopatra! – le recordó el escritor que estuvo a punto de añadir: ¡So burra! ¿


Por qué sería –se preguntaba el hombre- que todos los supuestos reencarnados afirman haber sido en sus anteriores vidas: reyes, emperadores, grandes artistas y demás figuras magnas? ¿Por qué nadie dice: yo era el tonto del pueblo en 1803? El escritor y Candela no compartían nada excepto la cama. En el catre, Candela también era tosca; agarraba con ímpetu la mano del hombre y la conducía a su entrepierna, mientras le ordenaba energicamente: “Tócame el coño”. En la penetración siempre era ella la que le tomaba su pene y se lo calzaba con frenesí, generalmente cabalgando encima de él. Era asombrosamente multiorgásmica y gritona, se lubricaba con rapidez y la postura que más le gustaba era el estilo perro. Con frecuencia mientras copulaba mordía al hombre. Tras hacer el amor, invariablemente fumaba uno de sus cigarrillos negros, de un aroma áspero y denso, que hacía toser a su amante. El escritor sintió muchas veces que no fornicaba con una mujer, sino, con una fuerza de la naturaleza, con un ser atávico. En una ocasión, tras alcanzar el clímax, la mujer declaró triunfalmente mordiéndose el labio inferior: “Me he corrido como una yegua”. En otras ocasiones había soltado lindezas similares: “Mi macho: clávamela hasta el tronco” o “me ha llegado hasta la garganta”; todo ello en medio de gemidos y fonemas guturales. Candela no conocía la mojigatería ni los remilgos. El escritor le fue pidiendo sucesivamente diversas prácticas sexuales -insertadas en su imaginario por el consumo compulsivo de vídeos pornográficos-, a las que Candela siempre accedió sin importarle lo degradante de muchas de aquellas proposiciones.

Obviando el pequeño-gran detalle que aquella mujer no le gustaba, por lo demás, todo le iba fantásticamente bien al autor. Mientras redactaba su novela, el escritor fue tomando conciencia de las posibilidades de la obra que componía, convencido que era lo mejor que había escrito nunca y aventurando que aquel libro le elevaría por fin al Parnaso literario. Candela, su estrambótica musa, no le defraudó; y de su boca brotaron multitud de historias, datos y elementos narrativos que el escritor aprovechó para tejer las costuras de su novela. Sorprendía constatar al escucharla,  como los vecinos aparentemente más convencionales, anodinos y grises, ocultaban bajo la alfombra de sus modales de clase media, hediondos recovecos rebosantes de vicios. Mientras que los excéntricos no tenían más defectos que los que mostraban, e incluso, a veces estos no eran más que una mera pose.  Especialmente obsceno y sórdido era todo lo que el escritor escuchaba relatar sobre las fuerzas vivas de la población y demás gente de orden. Aunque también los ambientes populares eran de cuidado. Así, supo por Candela que el conserje del colegio público –por lo poco que sabía el escritor de él, un redomado gilipollas- era una figura importante en su mundo, un señor uniformado que veía cada día, poco menos que una autoridad que era rifada entre el núcleo duro de madres que iban a esperar a los niños a la puerta. El escritor alucinaba oyendo que el tipo era un verdadero sátiro que consecutiva e incluso simultáneamente había mantenido relaciones con diferentes madres, que casi disponía de un harén de marujas a su disposición. Entre las mamis que iban a recoger a los niños estaba Mari “la tetas”, siliconada, anoréxica, analfabeta funcional y floja de bragas; especializada en despojar de bienes inmuebles a sus ex maridos. La adultera Dunia, que le ponía los cuernos al marido con el camarero de la cafetería donde ellas iban a tomarse el cafelito de las nueve y cuarto de la mañana, más que nada, para resarcirse de la insatisfacción que le dejaba su esposo, eyaculador precoz impenitente. Lidia “la golfa”, también llamada “Frankenstein” (a causa de su físico poco agraciado), divorciada, sexoadicta y alérgica al látex (follaba sin condón y sin control); pues según Candela: “en la última empresa donde trabajó, de veinte tíos que había, se acostó con todos, que no se folló al portero porque era electrónico”. Luisa, la ciclotímica esotérica y su fabuloso novio el tarotista desdentado. Y por último, la perturbadoramente sexy, aunque odiada, “Putanieves”, llamada así por su maldad y su afición desmedida a la cocaína, una “chupapollas” –en boca de Candela- que vivía de desvalijar las cuentas bancarias de su inacabable rosario de parejas. Y casi todas ellas, dejaban atrás separaciones traumáticas con su correlato de órdenes de alejamiento, ex maridos acosadores, sentencias judiciales diversas, y niños carentes de figura paterna estable. Aquellas marujas no sólo hablaban de recetas de lentejas y tupperwares, bullían en aquel mundo: intrigas, celos, competencia, maledicencias y luchas por el poder. Shakespeare en estado puro. Con el tiempo el escritor averiguó que aquella afición desmedida por los asuntos ajenos que se apoderaba de Candela, no era, como en otras personas un reflejo de maldad interior; sino, una manera de desconectar, una forma de rellenar el vacío existencial de una vida difícil y escasa de afectos. No, Candela no era una mala persona.

La redacción de la novela se aproxima a su fin y con ella el momento en que le tenía que suministrar a Candela la definitiva patada en el culo. Ya la había exprimido hasta los ganglios, ya se la había follado hasta producirle hastío, ya no la aguantaba más. Consciente de que estando ella tan enamorada de él, le iba a causar un daño inconmensurable; el escritor se alegraba de no sentir nada especial, ni culpa, ni responsabilidad, si acaso un anhelo de alivio. Lejos quedaban los días en que para amortiguar la incomodidad que le producían las continuas expresiones de amor de Candela, el escritor había trazado forzadas teorías; llegando a decirse que su asistenta era una buscona que trataba de cazarlo para luego desplumarlo en el divorcio, o bien una trepa que por la vía vaginal pretendía ascender socialmente y cuyo discurso romántico no era más que una coartada.  Caviló con que quizás su enamoramiento no era genuino, tan sólo una execrencia, un exceso de sentimentalismo baboso, un conjunto de frases y gestos robados de telenovelas latinoamericanas, amor de plastilina. También se decía que los dos eran personas adultas y que cada uno sabía el juego en el que se metía; que todas las relaciones empiezan y acaban, y de una manera más sutil o más descarada, todas se producen por mutua conveniencia, por lo que ella también habría sacado lo suyo de aquella historia, sobretodo habiendo compartido con un hombre culto y refinado tan distinto a sus anteriores parejas. Pero lo ineludible es que Candela le amaba y que él le había dicho que la quería infinidad de veces a requerimiento de ella, y que objetivamente la había manipulado, engañado y estafado sentimentalmente; un hecho frente al que el escritor experimentaba una calmosa indiferencia, como un médico que observa los achaques del paciente sin que le duelan. Incluso el autor –en otra línea de razonamiento-, se sentía orgulloso de si mismo por haber hecho lo que debía sin ceder a ningún escrúpulo angélico. Candela era su cantera y su deber era explotarla. Wilde y Baudelaire  -rememoraba el escritor escuchándose a si mismo- nos enseñaron que el arte está fuera del ámbito de la moral. Así que su manera de manipular a Candela suponía un comportamiento artísticamente lícito, ella era un “apunte del natural”, un material perfectamente saqueable. Todos los escritores -¡todos!- recogen anécdotas, episodios y descripciones de la vida real ¿Por qué con Candela estaba obligado a autocensurarse? ¿Porque estaba enamorada de él? ¿Porque se la follaba? ¿No fue Picasso el que dijo que en este mundo había tan sólo dos clases de personas, los artistas y todos lo demás? ¿Y no fue Ezra Pound quien proclamó: “El esmero en el trabajo con el lenguaje es la única condición moral del escritor”? Pues eso, el escritor en tanto que artista se encontraba por encima de las trampas morales que concernían a otros. Su quehacer literario estaba más allá del bien y del mal.

martes, 6 de julio de 2010

CANDELA. Capítulo I (relato en tres capítulos)



CANDELA

“La estética es superior a la ética, pertenece a una esfera más espiritual (…) La ética, como la selección natural, hace posible la existencia; la estética, como la selección sexual, hace bella y maravillosa la vida, la llena de formas nuevas y le da progreso, variedad y cambio”. El escritor dudó acerca de incluir aquella cita textual de Óscar Wilde en su artículo. Si mostraba al lector la cita, haría innecesaria toda glosa de sus palabras –inmejorables por elocuentes y certeras-, y por ende –gracias a su hermosa concisión- volvería superfluo todo el plúmbeo artículo que le habían encargado redactar para el suplemento dominical (Ética versus estética). Sentado en su estudio, frente al ordenador, el hombre consideraba la cuestión, cuando la voz ronca y algo cascada de Candela –su asistenta, que en aquellos momentos limpiaba el baño escobilla en mano- vino a interrumpir desagradablemente sus reflexiones con el canturreo de una rumbita barriobajera. -¡La madre que la parió! –Aquella mujer sólo venía a limpiar su casa tres horas a la semana los viernes por la mañana, pero al parecer le era imposible mantener la boquita cerrada durante ese breve espacio de tiempo. Apenas dos meses atrás, el escritor le había prohibido que sintonizara a todo volumen una emisora de radio que expelía a partes iguales, publicidad y canciones ligeras de amor; harto de soportar aquel haz de melodías grasientas y lacrimógenas. En aquella ocasión Candela obedeció de mala gana, dictaminando que si al escritor no le gustaba dicho género musical es porque él no era un hombre romántico. ¡Aquella palurda confundía el romanticismo con el mal gusto!


-¿Se quiere usted callar que estoy trabajando? –gritó el escritor.
-¡Ay! Perdone, le juro que me pongo a cantar y no me doy cuenta.


El escritor trató de concentrarse nuevamente en el artículo, pero ya no fue capaz, la irritación hurgaba su mente con la misma insidia que el ruido del motor de una nevera vieja. Sintió un amago de asco hacia su tarea que le hizo levantarse de la silla. En aquello había acabado su carrera, a los cuarenta y tres años de edad se veía reducido a la condición de articulisto: un listillo que escribía articulitos para un público de gustos dirigidos e ideas somnolientas. El día anterior le había llamado su editor para rechazar su última novela; por supuesto, la negativa le llegó servida con escogidas palabras y delicadas excusas como si quisiera envolver aquella bofetada con un precioso papel de regalo. No esperaba menos, los editores tratan siempre con exquisita educación a los escritores, incluso las cartas dirigidas a los autores noveles en las que rechazan sus originales –en realidad los mandan a la mierda- eran primorosamente corteses. El escritor no replicó, sabía que su editor tenía razón, sus últimas obras editadas habían cosechado un sonoro fracaso de crítica, y lo que era peor, de ventas. El escritor había comenzado su carrera con tres fulgurantes novelas, durante una década fue el chico maravillas de la narrativa de su país, para enfangarse después en un período de arrastrado declive. Nunca le habían rechazado nada, era la primera vez. Cada año y medio sacaba una novelita en la que se copiaba a si mismo, básicamente contando las mismas historias, pero cambiando los personajes y la voz del narrador. La crítica, con la misma vehemencia con que había ensalzado ad nauseam sus primeras obras, se dedicó a demolerlo. Aprovechando que había levantado su culo de la silla, el escritor se sirvió un whiskazo, aún sabiendo que las penas saben nadar y que de nada sirve tratar de ahogarlas en alcohol. Es imposible averiguar cuando la imaginación decide jubilarse –reflexionó-. El autor barruntaba que su bloqueo creativo provenía de su cambio de vida. Tras su triunfo literario, su existencia perdió garra, pasó a vivir holgadamente, sin grandes preocupaciones, frecuentando ambientes repletos de pijos, intelectuales, pedantes y esnobs ¿de qué iba a escribir? ¿sobre su divorcio? No tenía ganas. Toda su obra se edificaba sobre experiencias adquiridas antes de alcanzar el éxito. Su mejor libro: En el nombre de Eva, describía el submundo de la industria pornográfica nacional, basándose en apuntes tomados en la época en que fue redactor jefe de una revista porno. -Al menos mi amigo old 12 years no me abandona –dijo en voz alta el escritor sirviéndose otro rebosante vaso de whisky. Eran las once de la mañana. ¿Qué más se podía hacer a una hora semejante? Vivía sólo, en aquella puñetera urbanización de chalés adosados a más de cien kilómetros de la ciudad. Súbitamente oyó como Candela volvía a cacarear su rumbita y el escritor se preguntó sobre el motivo por el cual no la echaba a la puta calle. Con tanto paro laboral que había, no le costaría sustituirla por otra que trabajara igual de bien –en esto no tenía queja-, pero que entendiese las virtudes del silencio. Se sirvió un tercer trago concluyendo que más valdría intentar acabar el artículo por la tarde. Con la mente turbia, el escritor se derrumbó en uno de los sofás del comedor, no sin antes activar en el equipo de música un compacto con la tercera sinfonía de Mahler. Candela apareció en el salón sonriendo, anunciándole que ya había terminado de limpiar. El escritor extrajo la billetera del pantalón y abonó lo acordado. Candela canturreó una coplilla y el escritor pensó que después de todo más valía malo conocido que bueno por conocer ¿no fue la semana pasada que se enteró que a unas amistades suyas la asistenta les había robado? Mientras la mujer guardaba el dinero en su bolso barato, el hombre la observó con apagada curiosidad. Candela tenía el pelo largo y renegrido a juego con la punzante oscuridad de sus ojos y la abundancia de rimel que los enmarcaba, un maquillaje que le proporcionaba una nota inquietante en su apariencia, entre teatral y operística. No dejaba a su vez indiferente su excesiva anatomía: el trasero craso y expansivo, el pecho abundante y desbordado, las caderas anchas y el resto de su cuerpo robusto; atributos que en cualquier otra mujer hubiesen sido expresión de voluptuosidad, pero que en Candela  tan sólo constituían desmesura y desproporción, pues hasta parecía más alta de lo que en realidad era. Destacaban también su nariz chata; orejas de ratona; el nacimiento irregular del pelo en el cráneo, serpenteándole curiosamente la frente; y las cejas exageradamente depiladas. Por abalorios: dorada cadena al cuello con medalla de la Virgen y cinco anillos de oro, tres en la mano izquierda y dos en la derecha; uno de ellos, un sello con una “c” mayúscula. La completaban unos andares bastos, se diría que de campesina, que rimaban con una general tosquedad en su manera de expresarse, actuar, gesticular, vestirse y pensar. Siendo el único rasgo conocido de sofisticación de aquella mujer el que se afeitaba las axilas.

Como hacía todos los días después de limpiar, Candela se preparó un café exageradamente azucarado y se encendió un pitillo. Aspirándolo con caladas profundas, se plantó a mirar en silencio por la ventana del salón-comedor, oteando por el resquicio que dejaba la cortina estratégicamente entreabierta. El escritor nunca comprendió que vigilaba con tanta atención. Frente a su casa apenas había la pequeña oficina de correos de la urbanización –que ni siquiera abría todos los días laborables-, una hilera de viviendas adosadas y dos chopos mustios. Aquella mañana se lo preguntó. 


-Se saben muchas cosas de la gente por las veces que van a la oficina de correos –respondió la mujer con un deje de misterio.
-¿Ah, sí?
-Sí, en el rato que llevo mirando han entrado el presidente de la peña pajaril, el vecino que vive en la rotonda, el director de la escuela y el hijo del alcalde.


El hombre sintió una punzada de malestar ante aquellas observaciones. ¡Será chismosa la tía! Sólo el Todopoderoso sabría cuantas veces su asistenta habría husmeando en sus cosas: 


-¿Y qué tiene eso de particular? –preguntó el hombre con una hostilidad que le pasó inadvertida a Candela.
-El presidente de la peña pajaril estudia casarse por catálogo con una rusa, se cartea con varias y les certifica las cartas. El tío de la rotonda está enganchado al juego de las maquinitas y al bingo, a cada rato recibe notificaciones de embargos. El director de la escuela va a recoger sus hormonas, que se las envían desde Alemania, se las inyecta para que le crezcan tetas de mujer. Y Feliciano, el hijo del alcalde, tiene un apartado de correos por el que recibe la droga que luego vende al menudeo en el pueblo, lo hace para costearse el pico. Aunque el camello oficial del pueblo se llama Aítor, uno que está aconchabado con el cabo de la guardia civil y trabaja de camionero a modo de tapadera –Candela soltó todo aquello del tirón, sonriendo con expresión fresca y tono de voz divertido.


El escritor se sintió momentáneamente anonadado. Y él que se quejaba que en aquel pueblo nunca pasaba nada: -¿Y usted cómo sabe todo eso?


-Yo sé muchas cositas –respondió Candela haciéndose la interesante- Limpio siete casas, y ¡claro! aunque una no quiera, acaba enterándose de cosas; pero además tengo un grupito de amigas que cada día después de dejar los niños en la escuela a primera hora de la mañana, nos vamos todas juntas a tomar un cafelito, y como mis amigas trabajan en lo mismo que yo, pues lo que no se entera una, se entera la otra, y nos lo contamos todo.
-¿Y qué más sabe? –inquirió el escritor espoleado por un sentimiento extraño en el que se mezclaban de forma híbrida la repulsa y la atracción.
-Veo que usted también es curioso como yo –contestó Candela con una sonrisa pícara y triunfal.
-Normal, soy escritor, me interesa la condición humana.
-Pues verá –Candela se sentó en un sillón que movió hasta colocarse frente a su patrón-. El cura es maricón y lo chantajea un chapero menor de edad al que conoció mientras le daba clases de religión en la E.S.O.; Don Pascual, el alcalde, es borrachuzo perdido, pilla unas cogorzas que hasta se cae por las escaleras del Ayuntamiento; el director de la caja de ahorros es uno de esos que en la cama le gusta que le zurren; el dueño del karaoke es adorador del diablo; el presidente del club de ajedrez viaja a países raros para follarse niñas; la mujer del jefe de la policía municipal pega a su marido y le pone los cuernos; Ruth, la testigo de Jehová, tiene un lío con el repartidor de butano pakistaní; el Juez de Paz es el dueño del puti-club y apalea a las putas rebeldes; y el teniente alcalde de urbanismo es mediomafioso, esnifa droga y canta narcocorridos mexicanos, y para mí que tiene a alguien preso en el sótano, pues es el único sitio de la casa que tiene cerrado con candado y baja con platos de comida que luego los sube vacíos. ¿Interesante, verdad? Pues esto no es nada, podría seguir contándoles cosas acerca de los habitantes de este pueblo durante horas y horas.


El escritor se quedó atónito por unos segundos. Todo lo que acababa de oír era demasiado grotesco para ser mentira. Aquella mujer era el santo grial del chisme: -Por favor, no se vaya. Voy a salir un momento. Le pagaré tres horas más, pero no se marche hasta que haya vuelto. –Casi sin despedirse, el escritor se lanzó a la calle con prisa, con gestos que parecían de rabia; necesitaba tomar el aire, pasear un poco, rebajar la tensión. Caminó hasta el centro de la localidad con la sensación de que pisaba aquellas aceras por primera vez, el pueblo y la gente que le saludaban al cruzarse se revelaban en su imaginación de una manera novedosa e insólita, ofreciendo detalles en los que no había reparado hasta entonces. Deambulaba aturdido por la emoción, y como un compositor que comenzaba a escuchar en su mente una melodía,  iba preguntándose y anotando para sí que secretos ocultaría el quiosquero, la frutera o el dueño del bar en el que solía desayunar cada mañana. Volvía a recobrar el tono muscular creativo y todo se lo debía a Candela ¡Y pensar que había querido despedirla! A cada tramo de calle que recorría, a cada plaza ganada, aceleradamente se iba agrandando la grieta por la que se filtraba  el argumento de una novela-río, un monstruo literario que emergía de la ciénaga de habladurías que había regurgitado Candela. Su asistenta se constituía en la fuente primaria del futuro artefacto, el gran demiurgo de su proyecto. Con el firme propósito de utilizarla, de sonsacarle todo lo que supiera acerca de las miserias de los vecinos de aquel pueblo, el escritor regresó a su casa.

viernes, 2 de julio de 2010

PALABRAS


PALABRAS


La vida es aquel verso
que acarició la piel y besó el alma.
O así, al menos, la quiero vivir yo.
Porque…

¿Sabes, amigo?
A veces, el corazón no se protege en aceros
ni consume hidratos a ritmo de bongos;
a veces, no se presenta blindado,
sino que llora nieves
y no es más que un pantano de lamentos
o una marisma de sinsabores,
luciendo melaza por coronarias
y vertiendo sedas en la sangre;
a veces, el corazón se vuelve niño
y hasta puede ser que detone
en un arrebato de verbenas.

Y es entonces cuando preciso
que las realidades se tiñan de romero,
espliego o tomillo,
y se adornen de hierbabuena y albahaca;
que se acicalen, los segundos de hiel,
con jazmines y azahares;
que se turben, tímidos,
los malos pensamientos,
ante un regalo de luz de estrellas;
que la cólera y la rabia
se engalanen de tisú y gasas
y se contagien de lo sutil de las mismas,
siendo apenas un suspiro leve
o el gemido quedo que se abrace al silencio
y, en silencio, desaparezca.

Será que, cuando la vida no me gusta,
amigo mío,
me la tengo que inventar
para que luzca galana.
Será que los sueños de niña
no se me durmieron bajo el ala de algún duende
y piden su espacio en la realidad que me circunda.
Será que cuando miro dibujos que parecen sombreros,
voy más allá y veo boas y elefantes dentro.

Porque,
¿Sabes, amigo?
Necesito pensar que las mañanas
depararán, siempre, una gota de rocío
que ha de temblar, incierta,
en el pétalo aterciopelado de una rosa;
necesito saber que cada tarde
me regalará una paleta de colores
y las brochas de una suave brisa
para que pueda embadurnar, a placer, el horizonte
con alegres pinceladas de aliento;
necesito pensar que las horas duras
no son más que níveos copos de algodón
y esquirlas de estrellas,
que llenarán el día de cadencias y de reflejos de plata.

Un día descubrí las palabras,
y descubrí que en ellas estaba todo,
lo profundo y lo superfluo;
lo ignoto y lo conocido;
lo amargo y lo dulce;
lo alcanzable y lo imposible.
Descubrí que, con ellas,
yo podía tejer ilusiones
y borrarles los tiznes de carbón a la realidad
para que luciera limpia y esplendorosa.
¡Bastantes barrios obreros
de sucias caras negras
se nos regalaban!
Yo podía pintar las fachadas de reluciente blanco
y llenar los balcones de geranios, margaritas y alegrías
Y descubrí que, en los momentos más tristes,
podía olvidarme del negro que emborrona
y, como mucho,
dejarme llevar por una dulce melancolía de lluvia
en los cristales de mi particular existencia,
en un gris atemperado que quisiera ser,
tal vez, azul
o, igual, ser albo.

Descubrí las palabras, sí,
y me percaté que me pertenecían;
eran mías y nadie, nunca,
podría lesionarlas
pues sólo yo tenía poder sobre ellas
Y ese día supe que quería ser poeta.

Hoy sé que no las domino,
que tienen vida propia...
Pero que están ahí,
para que yo haga con ellas filigranas.
O para que las mancille de por vida.

jueves, 1 de julio de 2010

EN COMPAÑÍA DE LA PANTERA ROSA





A esas horas las personas que viajan en el cercanías llevan sus rostros recién arrancados de la cama, un boceto de lo que serán sus máscaras funerarias; semblantes áridos, asqueados, asfixiados a causa de un tedio antiguo y tenebroso, gente extraña que le resulta a Miguel más desconocida a esas horas, más ajena, individuos inquietantemente silenciosos. ¿Qué le vincula con el rostro de bronce, inescrutable y andino del inmigrante que tiene sentado enfrente? Nada, tampoco con la mujer enjuta de las ojeras poderosas, ni con el trabajador del macuto y el pelo cano; ese que tanto se parece a Pedro, su compañero de trabajo, incluso en su colorada nariz de borrachín, tanto, que al entrar en el vagón, creyó que era él. El convoy traquetea espasmódicamente, se desliza por aburridos tramos subterráneos y la ausencia de voces se hace más aguda. Hay un ambiente de funeral que los funerales quisieran, pasan los minutos y finalmente emergen por la bocana del último túnel. Aún es de noche y las luces de la autopista mitigan la oscuridad como una cicatriz luminosa, una mezquina vía láctea de faros empeñados en amarillear las tinieblas. En la distancia, tras la espalda de un monte, se insinúa la mañana con timidez virginal. A Miguel, que se ha pasado los últimos quince años trabajado en el turno de tarde, le hace sentir miserable levantarse a esas horas, hay algo antinatural, aberrante incluso, en despertarse cuando aún es de noche. Y ni siquiera se despertó para ir a trabajar como esas personas que le rodean, el cargante viaje en tren es para ir a ver al dueño de la empresa, plantarse frente a su domicilio y … Menos mal que ya clarea.

Miguel despliega su diario. Casi ha tenido que asaltar al quiosquero para que le vendiera el ejemplar, ni siquiera había roto el fleje que ceñía los paquetes de prensa. Los dos periodistas le aseguraron que esa mañana publicarían la noticia en las páginas de la sección regional. Las vuelve a leer por si se le ha pasado algo por alto, tiene tiempo, le quedan tres cuartos de hora de viaje hasta llegar al apeadero de la localidad en donde el empresario tiene su chalet. En el cuadernillo central dedicado a la actualidad regional no aparece ninguna noticia referida al cierre patronal de la empresa en la que trabaja Miguel, ni a las acciones de protesta que lleva a cabo la plantilla. NOTICIAS REGIONALES: Politiqueo provinciano. Sucesos. Plaga de palomas defecadoras en el centro de la capital. Exposición de un insigne pintor guiri en la galería de Bellas Artes, artista que “explora la inquietante angustia del hombre contemporáneo” a través de manchurrones, tal y como puede apreciarse en la fotografía de uno de sus lienzos. Miguel está furioso, él personalmente habló con los periodistas, confiaba en la palabra de aquellos dos chavales. Se supone que la prensa y el resto de los medios de comunicación reflejan lo que ocurre en la sociedad ¿Un cierre patronal ilegal no interesa? ¿Veintiséis familias arrojadas al paro no son noticia? ¿Qué tienen que hacer para que les hagan caso, poner una bomba?

Miguel alza la cabeza, sus congéneres parecen revivir con la luz del día que se va filtrando a través de las espesas ventanillas bañadas de polvo. El tren se detiene y se les une el inevitable jovenzuelo con los cascos puestos y su más inevitable desconsideración hacia el resto del pasaje al que obliga a escuchar su sincopado y odioso chumba-chumba que supura desde los auriculares. La tamizada y ambigua luz de la mañana compone un halo de matices fantasmales en el interior del vagón. Miguel se sumerge nuevamente en el diario. ¿Qué trae hoy la prensa? DEPORTES: Fichaje multimillonario de un futbolista. Miguel siente asco, indignación, rabia, esos tíos ganan los millones a patadas. Antes de quedarse sin empleo estaba orgulloso que su equipo del alma fuera el que más tirara de talonario, el que fichara a las más rutilantes estrellas, pero ahora no, ahora advierte una dimensión obscena en todo ese mercadeo. INTERNACIONAL: Un presidente latinoamericano ha decretado por sorpresa la nacionalización de los hidrocarburos de su país. Las empresas españolas con intereses en la zona están que trinan. El presidente está loco, es un bocazas, un dictador, es populista y es lo peor de lo peor, el anticristo, vamos. Además: masacre en Chechenia, guerras, crisis y calamidades varias. ARTÍCULO DE OPINIÓN: Aniversario de una hambruna en Ucrania perpetrada por los rusos cuando eran malos y comunistas. Con indignación moral, con adjetivos vehementes, el autor del artículo repasa el “genocidio comunista”. Procesos de Moscú, militares polacos criando malvas, Siberia, campos de trabajo, etc, etc. ¿Qué coño es esto? Miguel que es más de prensa deportiva, le parece que el articulista se ha equivocado de medio, se supone que tendría que estar leyendo un artículo de opinión sobre la actualidad y aquello es una clase de Historia. La explicación viene al final del texto: “los herederos ideológicos del comunismo aún no han pedido perdón”. ¡Joder! Si hace un montón de años que el comunismo se fue a tomar por el culo ¿de qué tienen miedo? ¿qué resucite? Además ¿porque no dejan la Historia para los historiadores? ¿no hay atrocidades actuales en el mundo que denunciar para tener que seguir removiendo la mojama siberiana? NACIONAL: Gobierno y oposición se lanzan mutuamente agrios reproches. Repaso a los últimos casos de corrupción. A Miguel le asquea el panorama político, todavía vota, a los socialistas, claro, se supone que los sociatas siempre estarán más al lado de los trabajadores que la puta derechona; todavía vota, pero cada vez le produce más pereza acudir a las urnas. MOTOR: Está la cosa como para comprarse un coche. CULTURA: La autora disecciona en su última novela la “vulnerabilidad del ser humano”, una trágica historia de amor ambientada en la posguerra. Miguel nunca deja de asombrarse respecto a los escritores, intelectuales y demás listillos del mundo de la cultura, le parecen extraterrestres. Hablan de temas que no tienen nada que ver con la vida que él vive. No se reconoce en nada de lo que retratan, ni le conciernen los problemas sobre los que debaten. SOCIEDAD: La celebridad París Hilton muy deprimida tras morirse su queridísimo perrito chihuahua, página al completo con fotos. Se rumorea que la diva trató de suicidarse. ANUNCIOS CLASIFICADOS: Anuncios varios: cuatro páginas. Bolsa de trabajo: una página; casi todas las ofertas son para trabajar de vendedor a comisión sin sueldo fijo ni alta en la Seguridad Social. Ofertas de prostitución: cuatro páginas. Videncia, tarot y astrología telefónica: una página. ECONOMÍA: El país deja atrás la crisis, crece el P.I.B. en el último trimestre, renace el optimismo. El gobernador del Banco de España exige el abaratamiento del despido. LABORAL: Una firma de sanitarios cierra dejando sin empleo a más de quinientos obreros. El presidente del comité de empresa denuncia que la empresa –una multinacional que recientemente adquirió la planta española- obtuvo el pasado ejercicio suculentos beneficios, pero que aún así, pretende trasladar la producción a una factoría de Camboya donde los costes laborales son irrisorios. Confía en que con sus movilizaciones logren evitar la deslocalización. Miguel pronostica que se llevarán la fábrica a Camboya o a donde les salga de la polla, porque no hay ley, Gobierno, ni autoridad que lo impida ni sindicato que lo detenga. Miguel constata que al despido de más de quinientos tíos le han dedicado un tercio de página, el resto es publicidad. Al parecer, el rotativo no considera que la desaparición de la industria sea un asunto importante. En la empresa de Miguel son tan sólo veintiséis tíos, una de las muchas empresas auxiliares del sector de la automoción que se han desvanecido en los últimos dos años ¿a quién le importa? Esa es la verdad, su suerte y la de sus compañeros no le importa a nadie. Tampoco Miguel, cuando creía que tenía el trabajo fijo y asegurado para siempre, le importaba un bledo los desmantelamientos empresariales ajenos. SUPLEMENTO ESTILOS DE VIDA: Catas de vino. Nuevas tendencias en interiorismo. Cocina japonesa. ¿Cirugía estética o cirugía reparadora? Tu coche habla por ti ¿Qué hacer con las canas? PROGRAMACIÓN TELEVISIVA: No hay fútbol, que pena. Sin embargo, por la noche dan una buena película de acción y luego un programa de cotilleo. Menos es nada, al menos uno distrae la mente.

Miguel desciende en el apeadero y camina rumbo al piquete, afortunadamente la estación de ferrocarril no queda lejos de la casa del dueño de su empresa. Lleva el diario consigo, alguno de los compañeros lo leerá para combatir el aburrimiento que destilan las horas de espera. Superada la curva que dibuja la calle se divisa una nube de hombres con sus batas azules arrebujados alrededor de un bidón de petróleo en cuyo interior crepita un fuego. Sin embargo, ese día hay un sujeto inesperado entre los que esperan arremolinados sobre la acera. Miguel se detiene, se pasma, duda, camina unos pasos más para cerciorarse de lo que está viendo. Hay un tío charlando animadamente con sus compañeros, sí, es un tío, fuma un cigarrillo y hasta bebe de un termo que le pasan, la cabeza de un disfraz le cuelga en la parte trasera de sus hombros a modo de capucha. ¡Un tío disfrazado de pantera rosa! “¿Quién es este?” –pregunta Miguel en el momento de unirse al grupo. “Es de una empresa de cobro de morosos –le informan-, va así vestido para avergonzar al jefazo que se ve que tampoco paga a los proveedores”. La pantera rosa se presenta y le ofrece su apeluchada mano o garra textil o lo que sea. Los compañeros intercambian comentarios jocosos con la pantera y Miguel piensa que semejante estampa no es seria y que sus compañeros son idiotas ¿por qué se alegran de compartir con la pantera rosa? Si ese espantajo está ahí con ellos, es que el jefazo ha decidido no pagar a nadie, tampoco a ellos. Ya les previno el abogado del sindicato que el empresario se saldría con la suya pese a la ilegalidad del cierre patronal, que se despidieran de los sueldos que les deben y que se olvidasen de cobrar la indemnización por los años trabajados. Cobrarían menos de lo que tienen derecho, tarde y mal, del fondo de garantía salarial. Sí, claro, podrían pleitear y un tribunal les acabaría dándoles la razón después de mucho tiempo y papeleo, pero dinero, lo que se dice dinero, no verían ni un céntimo. Si el empresario no es tonto –y no lo es- ya se habrá molestado en quedar en una situación de insolvencia formal que evitara que le embargaran prácticamente nada para enjuagar el pasivo. Entonces Miguel, no le creyó, vamos a luchar, dijo, era una cuestión de justicia, era una cuestión de orgullo. Por eso montaron el piquete frente a la casa del empresario, y están allí desde hace diez días, frente a los muros grafiteados de la mansión, repletos de pintadas llamándole ladrón con nombre y apellidos y el clásico dibujito infantil de un monigote ahorcado. Aparece el coche de la patrulla de la Policía Municipal, le piden el carnet de identidad a la pantera rosa. La policía les visita desde el primer día, el Eduardo que es un enteradillo que todo lo sabe, asegura que es una deferencia del alcalde al empresario, ambos son amigos íntimos desde la infancia, cuando compartían pupitre en La Salle. La policía les dijo que tenían derecho al pataleo, nada más, ellos están allí para proteger al patrón. Ahora son los policías los que bromean con la pantera rosa. Miguel oye como la pantera les cuenta que ese es el disfraz que más le gusta de su trabajo porque le oculta el rostro; “no es bueno que se queden con tu cara”, en verano va vestido de gaitero escocés, que es más fresquito. Miguel se pregunta como tiene ese tío el cuajo de hacer lo que hace, él no podría, además ¿qué clase de trabajo es ese? Miguel estaba ocho horas diarias manejando una máquina que vulcanizaba correas de ventilación, no es que se realizara, no, hubiera preferido ser el fotógrafo del calendario Pirelli, pero bueno, era un trabajo en que se fabricaban objetos útiles y tangibles y aún recuerda con orgullo cuando le felicitó el técnico de control de calidad porque él era el que menos rechazos generaba de toda la sala de producción. Pero ir incordiando a morosos embutido en ese humillante disfraz de pantera rosa, arriesgándose a que le partan la jeta ¿eso qué es? ¿cómo puede hacerlo? Se abre automáticamente la verja del chalet y un Audi surge de la finca, los dos policías adoptan una pose marcial. Como cada mañana desde hace diez días los obreros hacen sonar matracas, silbatos y sirenas, Eduardo recita por el megáfono: “Ladrón, cabrón, paga lo que debes”. El empresario ni siquiera se digna en mirar a los que han sido sus empleados, en los asientos traseros viajan sus dos retoños rubios camino de la escuela, los niños están encantados con el jaleo, saludan entusiasmados a la pantera rosa que en ese momento salta y agita los brazos exhibiendo un maletín en el que aparece inscrito en letras gruesas “cobro a morosos”. Miguel ya no soporta la inutilidad de lo que contempla, hasta ese día ha tenido la moral alta, pero ya no. “Me voy a mear” –anuncia en voz baja, nada más faltaría hacerlo delante de la policía y que le pusieran una multa por hacer aguas menores en la vía pública. Miguel dobla la esquina y se parapeta tras un contenedor de basura. Tiene deseos de orinar, pero no le sale, la mente está puesta en otro asunto, se acuerda de Amadeo. Desde que se ha quedado en paro, piensa en Amadeo más de lo que le gustaría. Amadeo era uno de los habituales del bar de su calle, solía llevarle a Miguel la contraria en las discusiones futboleras (es lo que tiene ser del equipo contrario). Un día dejó de pasarse por el bar, se comentó que se había divorciado y que lo habían despedido, todo a la vez. A los seis meses de perderle de vista, Miguel se tropezó con Amadeo, mientras éste hacía cola ante un convento en el que repartían comida gratis. Constituían la cola un número menor de personas de aspecto indigente de lo que cabría esperar, pero aún así, Amadeo resaltaba por su pulcritud en el vestir y por ir repeinado, como si tratara de aferrarse a la poca dignidad que aún retenía. Al verse reconocido, Amadeo se sonrojó, bajó la vista e improvisó una mentira torpe: “no es para mí, es para un amigo”. En el momento de la despedida, su amigo le rogó: “no lo cuentes en el bar”. Lo primero que hizo Miguel al llegar a su barrio fue irse directamente al bar a largar su encuentro con Amadeo, era un chisme demasiado bueno para guardárselo. De la desgracia de Amadeo, los contertulios del bareto echaron la culpa a las mujeres que “son muy putas y vengativas a la hora de divorciarse. Ella se ha quedado con la casa y él con cincuenta años a la puta calle”; pero sobretodo culpabilizaron al propio Amadeo porque “trabajo hay, lo que pasa es que hay que buscarlo”. Miguel cumplirá cuarenta años el próximo abril y por primera vez en su vida tiene realmente miedo, hace tres meses que no cobra, los ahorros se agotan, la hipoteca no espera ¿qué será de su mujer y sus dos hijas? ¿él también perderá a su familia? Por no perderla haría lo que fuera. Ha llegado a temer lo que para él resultaba imposible, que quizás no esté tan lejos como quisiera de Amadeo y de la fila del convento. Es mejor que no pienses en eso, se dice Miguel angustiado. Siente un escalofrío, percibe una presencia y al girarse contempla como se aproxima la pantera rosa ¿Qué pretende? ¿será uno de esos maricones de urinario? Miguel no sabe como reaccionar, está a mitad de la meada, como se pase un gramo se va a llevar una hostia (la hostia que jamás le pegará al empresario que le ha desposeído de su medio de vida). La pantera se sitúa a su lado y le confiesa risueña: -Parece que los dos hemos pensado lo mismo.
La pantera rosa es una maricona, no hay duda, concluye Miguel: -¿El qué?
-Que cualquiera se pone a mear con los munipas al lado.
-¡Ah, sí! –La pantera se saca el rabo y a Miguel se le escapa una pregunta que jamás pensó que haría: -¿Dónde tienes la bragueta?
-Pues disimulada entre la felpa. Si tuviéramos que quitarnos el traje cada vez que vamos a mear, no haríamos otra cosa. ¡Oye! tú no serás uno de esos…
-¡No, no! –y cambiando apresuradamente de tema: -¿Y en tu empresa como vais de trabajo?
-Con la crisis estamos a tope de faena, se han disparado los impagados y no podemos hacer frente a todos los encargos que nos llegan.
-¿Y no necesitaríais a alguien? –Miguel tampoco pensó que haría esa pregunta.
-Necesitamos a un tío que haga de cobrador del frac ¿te interesa?
-Sí, sí –Miguel se la sacude y la guarda. Se siente confuso y vagamente esperanzado.
-Mañana me traes un currículum. –Y como reparando en lo chusco de la situación: -Fíjate lo que da de sí una meada. Ya lo dice el refrán: picha española nunca mea sola –la pantera se carcajea. Miguel advierte que la vida puede ser tan inesperada como surrealista.