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martes, 6 de julio de 2010

CANDELA. Capítulo I (relato en tres capítulos)



CANDELA

“La estética es superior a la ética, pertenece a una esfera más espiritual (…) La ética, como la selección natural, hace posible la existencia; la estética, como la selección sexual, hace bella y maravillosa la vida, la llena de formas nuevas y le da progreso, variedad y cambio”. El escritor dudó acerca de incluir aquella cita textual de Óscar Wilde en su artículo. Si mostraba al lector la cita, haría innecesaria toda glosa de sus palabras –inmejorables por elocuentes y certeras-, y por ende –gracias a su hermosa concisión- volvería superfluo todo el plúmbeo artículo que le habían encargado redactar para el suplemento dominical (Ética versus estética). Sentado en su estudio, frente al ordenador, el hombre consideraba la cuestión, cuando la voz ronca y algo cascada de Candela –su asistenta, que en aquellos momentos limpiaba el baño escobilla en mano- vino a interrumpir desagradablemente sus reflexiones con el canturreo de una rumbita barriobajera. -¡La madre que la parió! –Aquella mujer sólo venía a limpiar su casa tres horas a la semana los viernes por la mañana, pero al parecer le era imposible mantener la boquita cerrada durante ese breve espacio de tiempo. Apenas dos meses atrás, el escritor le había prohibido que sintonizara a todo volumen una emisora de radio que expelía a partes iguales, publicidad y canciones ligeras de amor; harto de soportar aquel haz de melodías grasientas y lacrimógenas. En aquella ocasión Candela obedeció de mala gana, dictaminando que si al escritor no le gustaba dicho género musical es porque él no era un hombre romántico. ¡Aquella palurda confundía el romanticismo con el mal gusto!


-¿Se quiere usted callar que estoy trabajando? –gritó el escritor.
-¡Ay! Perdone, le juro que me pongo a cantar y no me doy cuenta.


El escritor trató de concentrarse nuevamente en el artículo, pero ya no fue capaz, la irritación hurgaba su mente con la misma insidia que el ruido del motor de una nevera vieja. Sintió un amago de asco hacia su tarea que le hizo levantarse de la silla. En aquello había acabado su carrera, a los cuarenta y tres años de edad se veía reducido a la condición de articulisto: un listillo que escribía articulitos para un público de gustos dirigidos e ideas somnolientas. El día anterior le había llamado su editor para rechazar su última novela; por supuesto, la negativa le llegó servida con escogidas palabras y delicadas excusas como si quisiera envolver aquella bofetada con un precioso papel de regalo. No esperaba menos, los editores tratan siempre con exquisita educación a los escritores, incluso las cartas dirigidas a los autores noveles en las que rechazan sus originales –en realidad los mandan a la mierda- eran primorosamente corteses. El escritor no replicó, sabía que su editor tenía razón, sus últimas obras editadas habían cosechado un sonoro fracaso de crítica, y lo que era peor, de ventas. El escritor había comenzado su carrera con tres fulgurantes novelas, durante una década fue el chico maravillas de la narrativa de su país, para enfangarse después en un período de arrastrado declive. Nunca le habían rechazado nada, era la primera vez. Cada año y medio sacaba una novelita en la que se copiaba a si mismo, básicamente contando las mismas historias, pero cambiando los personajes y la voz del narrador. La crítica, con la misma vehemencia con que había ensalzado ad nauseam sus primeras obras, se dedicó a demolerlo. Aprovechando que había levantado su culo de la silla, el escritor se sirvió un whiskazo, aún sabiendo que las penas saben nadar y que de nada sirve tratar de ahogarlas en alcohol. Es imposible averiguar cuando la imaginación decide jubilarse –reflexionó-. El autor barruntaba que su bloqueo creativo provenía de su cambio de vida. Tras su triunfo literario, su existencia perdió garra, pasó a vivir holgadamente, sin grandes preocupaciones, frecuentando ambientes repletos de pijos, intelectuales, pedantes y esnobs ¿de qué iba a escribir? ¿sobre su divorcio? No tenía ganas. Toda su obra se edificaba sobre experiencias adquiridas antes de alcanzar el éxito. Su mejor libro: En el nombre de Eva, describía el submundo de la industria pornográfica nacional, basándose en apuntes tomados en la época en que fue redactor jefe de una revista porno. -Al menos mi amigo old 12 years no me abandona –dijo en voz alta el escritor sirviéndose otro rebosante vaso de whisky. Eran las once de la mañana. ¿Qué más se podía hacer a una hora semejante? Vivía sólo, en aquella puñetera urbanización de chalés adosados a más de cien kilómetros de la ciudad. Súbitamente oyó como Candela volvía a cacarear su rumbita y el escritor se preguntó sobre el motivo por el cual no la echaba a la puta calle. Con tanto paro laboral que había, no le costaría sustituirla por otra que trabajara igual de bien –en esto no tenía queja-, pero que entendiese las virtudes del silencio. Se sirvió un tercer trago concluyendo que más valdría intentar acabar el artículo por la tarde. Con la mente turbia, el escritor se derrumbó en uno de los sofás del comedor, no sin antes activar en el equipo de música un compacto con la tercera sinfonía de Mahler. Candela apareció en el salón sonriendo, anunciándole que ya había terminado de limpiar. El escritor extrajo la billetera del pantalón y abonó lo acordado. Candela canturreó una coplilla y el escritor pensó que después de todo más valía malo conocido que bueno por conocer ¿no fue la semana pasada que se enteró que a unas amistades suyas la asistenta les había robado? Mientras la mujer guardaba el dinero en su bolso barato, el hombre la observó con apagada curiosidad. Candela tenía el pelo largo y renegrido a juego con la punzante oscuridad de sus ojos y la abundancia de rimel que los enmarcaba, un maquillaje que le proporcionaba una nota inquietante en su apariencia, entre teatral y operística. No dejaba a su vez indiferente su excesiva anatomía: el trasero craso y expansivo, el pecho abundante y desbordado, las caderas anchas y el resto de su cuerpo robusto; atributos que en cualquier otra mujer hubiesen sido expresión de voluptuosidad, pero que en Candela  tan sólo constituían desmesura y desproporción, pues hasta parecía más alta de lo que en realidad era. Destacaban también su nariz chata; orejas de ratona; el nacimiento irregular del pelo en el cráneo, serpenteándole curiosamente la frente; y las cejas exageradamente depiladas. Por abalorios: dorada cadena al cuello con medalla de la Virgen y cinco anillos de oro, tres en la mano izquierda y dos en la derecha; uno de ellos, un sello con una “c” mayúscula. La completaban unos andares bastos, se diría que de campesina, que rimaban con una general tosquedad en su manera de expresarse, actuar, gesticular, vestirse y pensar. Siendo el único rasgo conocido de sofisticación de aquella mujer el que se afeitaba las axilas.

Como hacía todos los días después de limpiar, Candela se preparó un café exageradamente azucarado y se encendió un pitillo. Aspirándolo con caladas profundas, se plantó a mirar en silencio por la ventana del salón-comedor, oteando por el resquicio que dejaba la cortina estratégicamente entreabierta. El escritor nunca comprendió que vigilaba con tanta atención. Frente a su casa apenas había la pequeña oficina de correos de la urbanización –que ni siquiera abría todos los días laborables-, una hilera de viviendas adosadas y dos chopos mustios. Aquella mañana se lo preguntó. 


-Se saben muchas cosas de la gente por las veces que van a la oficina de correos –respondió la mujer con un deje de misterio.
-¿Ah, sí?
-Sí, en el rato que llevo mirando han entrado el presidente de la peña pajaril, el vecino que vive en la rotonda, el director de la escuela y el hijo del alcalde.


El hombre sintió una punzada de malestar ante aquellas observaciones. ¡Será chismosa la tía! Sólo el Todopoderoso sabría cuantas veces su asistenta habría husmeando en sus cosas: 


-¿Y qué tiene eso de particular? –preguntó el hombre con una hostilidad que le pasó inadvertida a Candela.
-El presidente de la peña pajaril estudia casarse por catálogo con una rusa, se cartea con varias y les certifica las cartas. El tío de la rotonda está enganchado al juego de las maquinitas y al bingo, a cada rato recibe notificaciones de embargos. El director de la escuela va a recoger sus hormonas, que se las envían desde Alemania, se las inyecta para que le crezcan tetas de mujer. Y Feliciano, el hijo del alcalde, tiene un apartado de correos por el que recibe la droga que luego vende al menudeo en el pueblo, lo hace para costearse el pico. Aunque el camello oficial del pueblo se llama Aítor, uno que está aconchabado con el cabo de la guardia civil y trabaja de camionero a modo de tapadera –Candela soltó todo aquello del tirón, sonriendo con expresión fresca y tono de voz divertido.


El escritor se sintió momentáneamente anonadado. Y él que se quejaba que en aquel pueblo nunca pasaba nada: -¿Y usted cómo sabe todo eso?


-Yo sé muchas cositas –respondió Candela haciéndose la interesante- Limpio siete casas, y ¡claro! aunque una no quiera, acaba enterándose de cosas; pero además tengo un grupito de amigas que cada día después de dejar los niños en la escuela a primera hora de la mañana, nos vamos todas juntas a tomar un cafelito, y como mis amigas trabajan en lo mismo que yo, pues lo que no se entera una, se entera la otra, y nos lo contamos todo.
-¿Y qué más sabe? –inquirió el escritor espoleado por un sentimiento extraño en el que se mezclaban de forma híbrida la repulsa y la atracción.
-Veo que usted también es curioso como yo –contestó Candela con una sonrisa pícara y triunfal.
-Normal, soy escritor, me interesa la condición humana.
-Pues verá –Candela se sentó en un sillón que movió hasta colocarse frente a su patrón-. El cura es maricón y lo chantajea un chapero menor de edad al que conoció mientras le daba clases de religión en la E.S.O.; Don Pascual, el alcalde, es borrachuzo perdido, pilla unas cogorzas que hasta se cae por las escaleras del Ayuntamiento; el director de la caja de ahorros es uno de esos que en la cama le gusta que le zurren; el dueño del karaoke es adorador del diablo; el presidente del club de ajedrez viaja a países raros para follarse niñas; la mujer del jefe de la policía municipal pega a su marido y le pone los cuernos; Ruth, la testigo de Jehová, tiene un lío con el repartidor de butano pakistaní; el Juez de Paz es el dueño del puti-club y apalea a las putas rebeldes; y el teniente alcalde de urbanismo es mediomafioso, esnifa droga y canta narcocorridos mexicanos, y para mí que tiene a alguien preso en el sótano, pues es el único sitio de la casa que tiene cerrado con candado y baja con platos de comida que luego los sube vacíos. ¿Interesante, verdad? Pues esto no es nada, podría seguir contándoles cosas acerca de los habitantes de este pueblo durante horas y horas.


El escritor se quedó atónito por unos segundos. Todo lo que acababa de oír era demasiado grotesco para ser mentira. Aquella mujer era el santo grial del chisme: -Por favor, no se vaya. Voy a salir un momento. Le pagaré tres horas más, pero no se marche hasta que haya vuelto. –Casi sin despedirse, el escritor se lanzó a la calle con prisa, con gestos que parecían de rabia; necesitaba tomar el aire, pasear un poco, rebajar la tensión. Caminó hasta el centro de la localidad con la sensación de que pisaba aquellas aceras por primera vez, el pueblo y la gente que le saludaban al cruzarse se revelaban en su imaginación de una manera novedosa e insólita, ofreciendo detalles en los que no había reparado hasta entonces. Deambulaba aturdido por la emoción, y como un compositor que comenzaba a escuchar en su mente una melodía,  iba preguntándose y anotando para sí que secretos ocultaría el quiosquero, la frutera o el dueño del bar en el que solía desayunar cada mañana. Volvía a recobrar el tono muscular creativo y todo se lo debía a Candela ¡Y pensar que había querido despedirla! A cada tramo de calle que recorría, a cada plaza ganada, aceleradamente se iba agrandando la grieta por la que se filtraba  el argumento de una novela-río, un monstruo literario que emergía de la ciénaga de habladurías que había regurgitado Candela. Su asistenta se constituía en la fuente primaria del futuro artefacto, el gran demiurgo de su proyecto. Con el firme propósito de utilizarla, de sonsacarle todo lo que supiera acerca de las miserias de los vecinos de aquel pueblo, el escritor regresó a su casa.

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