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miércoles, 7 de julio de 2010

CANDELA. Capítulo II (de tres)



Al volver al chalé adosado, el escritor encontró a Candela recluida en el cuarto de invitados, cabizbaja y con el rostro oculto entre las manos.


-Candela ¿qué te pasa?


La asistenta mostró unos ojos enrojecidos, lloraba y gimoteaba, el rimel se le había corrido espantosamente: 


-Disculpe, no he podido evitarlo, soy tan feliz.
-¿Por qué? –preguntó el escritor alarmado.
-Es la primera vez que veo que usted se interesa por mí y me presta atención.


El escritor se acercó a ella con el propósito de censurar aquella ridícula falta de mesura, pero antes de que dijera nada, la mujer aprovechó para arrojarle de espaldas sobre el camastro de invitados, y quitándole el pantalón con endiablada eficacia, comenzó a sorber sus genitales. Candela le propinó una intensa felación de esas que sólo se ven en las películas pornográficas, y tras el final feliz del hombre, en el azabache de sus cabellos quedó esparcida una constelación de grumos blanquecinos: -Cari, tenías un tanque en los huevos –apostilló sonriendo. El escritor, aún con la conciencia obnubilada por el reciente orgasmo, no podía creerse lo que le estaba pasando ¡menuda guarra era aquella tía! La mujer se incorporó de la cama con una incomprensible alegría, contenta como si le hubiera tocado una rifa, y una vez en el cuarto de baño, se lavó la cara, y sin dejar de cantar una copla tras otra, se dirigió a la cocina, donde preparó una tortilla de patatas sencillamente gloriosa.

Al día siguiente de la mamada, Candela le confesó al escritor que estaba enamorada de él “hasta las trancas”, desde el primer día en que entró a limpiar en la casa (“cuando te veo, siento hormiguitas en el estómago”), y que no paraba de explicarles a sus amigas lo orgullosa que se sentía trabajando para un gran escritor. El autor le preguntó si había leído alguna de sus novelas, pero Candela le dijo que no, pero no por nada personal, sino porque ella no leía libros, tanta letra junta le cansaba. Aunque el escritor guardó silencio, el saber que Candela no había leído nada suyo, y lo que era peor todavía, que no mostraba ningún interés en hacerlo; le produjo un terrible disgusto y una inmediata antipatía hacia aquella mujer. Consideró que aquella mujer presuntamente le amaba por el que dirán, por el vano y vacío relumbrón del estatus, algo muy característico de las personas vulgares e ignorantes, de las personas superficiales y pobres de espíritu. Pese a todo, convino en seguirle el juego, al menos hasta que acabase su novela; además, nunca se la habían chupado tan prodigiosamente. A partir de aquel momento Candela se negó a cobrarle las tareas del hogar, y aunque el escritor protestó hipócritamente, en el fondo se alegró de ahorrarse dinero.

Los primeros días que pasaron juntos, ella se los pasó –entre tarareos de copla y rumba- contándole su vida; una florida novela digna de Dickens, una sucesión de desgracias que sin embargo narraba con no poco humor. Desfilaban por su relato, novios y maridos alcohólicos, adúlteros, machistas, celosos patológicos y maltratadores reincidentes, siendo su progenitor el primer sujeto con dichas características que le amargó la existencia. Estaciones de su particular vía crucis eran las huidas de casa a media noche cargando con los niños, los partes de lesiones aportados en los Juzgados, las visitas al médico forense, las cuentas corrientes vaciadas, los abandonos, el régimen de visita incumplido, las pensiones de alimento sin abonar, los mensajes cazados en el móvil de su pareja remitidos por alguna pelandrusca... Tenía tres hijos de padres distintos: Kevin, Sarai y Sheila y gracias a Dios y al buen hacer de la abogada de oficio de su último divorcio, un techo bajo el que cobijarlos.

No tardó mucho en descubrir el escritor que tal y como afirmaba a cada momento, su asistenta, en efecto, le amaba. Todas las señales del amor latían en Candela: el brillo en los ojos, las miradas extasiadas, los espontáneos estremecimientos, un estado de ilusión y alegría saltarina, la admiración desbordante que le dedicaba, un deseo glotón de estar con él a todas horas, una actitud pegajosa que le llevaba a acariciarle y besarle continuamente, los mensajes y las llamadas de teléfono diarias, las ensoñaciones áureas sobre la vida que iban a llevar juntos. Aquel derroche de afectos provocaba en el escritor incomprensión y perplejidad. No podía entenderlo. ¿A qué se debía toda aquella parafernalia sentimental? No tenía lógica, realmente ella no sabía nada de él, ni de su pasado, ni de sus gustos; si acaso, todo consistiría en una película absurda que ella hubiese recreado en su imaginación. ¿Qué le había hecho él de bueno a ella, para que por ejemplo, le trajera constantemente míseros regalos que compraba en un bazar oriental? ¡nada! La sentina de la misoginia se removía al pensar en todo aquello. Las mujeres eran complicadas, estúpidas, absurdas, vehementes e injustas en sus sentimientos, especialmente cuando amaban.

El escritor supo desde el mismo instante en que se inicio aquella relación –falsa y llena de fingimientos por su parte-, que los deseos de Candela de formar pareja con él, de construir un proyecto de vida en común, nunca se verían recompensados por muy meritorios que fuesen los sacrificios que ella hiciera para seducirle. Durante el tiempo en que duró aquella farsa de noviazgo, el escritor se dedicó a tomar clandestinamente notas para su novela, estudiando a la mujer como lo haría un entomólogo que inspecciona un ejemplar curioso; con el asombro constante de que quizás jamás coincidieron en encontrarse dos personas más diferentes. Siendo el hombre: taciturno, pesimista, neurótico y arisco; en contraste con una Candela acogedora, alegre, optimista, cantarina, bromista y cariñosa. Él, pertinaz misántropo; ella, firme creyente en la bondad natural de la gente. El autor, intelectual reconocido; Candela, obtusa y espesa. Ella, fumadora conspicua pese a su dolencia asmática; el escritor anti-tabaco militante, aunque harto aficionado a las bebidas espirituosas. Ella amaba a los perros, él los detestaba. Tampoco congeniaban en el sentido del humor, que en el caso de Candela era zafio e infantil hasta el punto en que cualquier flatulencia le hacía desternillarse de risa; mientras que el escritor exhibía una sofisticada ironía aromatizada de cinismo. A Candela le gustaban las películas de acción con abundancia de efectos especiales, las de terror más tópicas -gritaba con desenfreno y se tapaba la ojos ante las más trilladas escenas-, y las de temática romántica siempre que la trama fuese simple; el escritor coleccionaba clásicos y pretenciosos films de autores franceses en versión original. El escritor era un hombre culto; mientras que la ignorancia de Candela era amazónica, tan profunda y caudalosa que podía llegar a ser creativa: 


-Churri ¿en qué piensas? –le interrogó un día.
-Que para el artículo que estoy escribiendo, me iría bien tener a mano algo de Schopenhauer.
 -Cari, si necesitas chóped, yo te lo traigo del super.


Con todo, lo peor era que el escritor se aburría irremediablemente a su lado, hasta el extremo en que le costaba disimular los bostezos que la cháchara de la parlanchina Candela le provocaba. La conversación de su asistenta era plana como una pista de patinaje por donde se deslizaban a toda velocidad los lugares comunes, el refranero popular, los prejuicios habituales de la plebe y las típicas tribulaciones de una ama de casa de clase baja. Todo ello expresado en un lenguaje léxicamente raquítico, aunque maltratado con todos los giros y defectos del habla suburbial. Por supuesto, frente al acerado racionalismo del escritor, Candela creía en todo tipo de fuerzas sobrenaturales y estaba convencida que el destino –más bien un desatino, replicaba mentalmente el escritor- les había unido. Su chacha –según su propia confesión- estaba dotada de poderes sanadores, clarividencia, tiraba cartas, leía posos de café y otras gilipolleces por el estilo. El escritor se preguntaba con interés sociológico ¿por qué a todas aquellas petardas les daba por la mística de pacotilla, el esoterismo de feria, los horóscopos de revista de peluquería y payasadas similares? Lógicamente, Candela creía en la reencarnación: 


-Yo en otra vida fui la reina esa del sitio ese de las pirámides.
-¡Cleopatra! – le recordó el escritor que estuvo a punto de añadir: ¡So burra! ¿


Por qué sería –se preguntaba el hombre- que todos los supuestos reencarnados afirman haber sido en sus anteriores vidas: reyes, emperadores, grandes artistas y demás figuras magnas? ¿Por qué nadie dice: yo era el tonto del pueblo en 1803? El escritor y Candela no compartían nada excepto la cama. En el catre, Candela también era tosca; agarraba con ímpetu la mano del hombre y la conducía a su entrepierna, mientras le ordenaba energicamente: “Tócame el coño”. En la penetración siempre era ella la que le tomaba su pene y se lo calzaba con frenesí, generalmente cabalgando encima de él. Era asombrosamente multiorgásmica y gritona, se lubricaba con rapidez y la postura que más le gustaba era el estilo perro. Con frecuencia mientras copulaba mordía al hombre. Tras hacer el amor, invariablemente fumaba uno de sus cigarrillos negros, de un aroma áspero y denso, que hacía toser a su amante. El escritor sintió muchas veces que no fornicaba con una mujer, sino, con una fuerza de la naturaleza, con un ser atávico. En una ocasión, tras alcanzar el clímax, la mujer declaró triunfalmente mordiéndose el labio inferior: “Me he corrido como una yegua”. En otras ocasiones había soltado lindezas similares: “Mi macho: clávamela hasta el tronco” o “me ha llegado hasta la garganta”; todo ello en medio de gemidos y fonemas guturales. Candela no conocía la mojigatería ni los remilgos. El escritor le fue pidiendo sucesivamente diversas prácticas sexuales -insertadas en su imaginario por el consumo compulsivo de vídeos pornográficos-, a las que Candela siempre accedió sin importarle lo degradante de muchas de aquellas proposiciones.

Obviando el pequeño-gran detalle que aquella mujer no le gustaba, por lo demás, todo le iba fantásticamente bien al autor. Mientras redactaba su novela, el escritor fue tomando conciencia de las posibilidades de la obra que componía, convencido que era lo mejor que había escrito nunca y aventurando que aquel libro le elevaría por fin al Parnaso literario. Candela, su estrambótica musa, no le defraudó; y de su boca brotaron multitud de historias, datos y elementos narrativos que el escritor aprovechó para tejer las costuras de su novela. Sorprendía constatar al escucharla,  como los vecinos aparentemente más convencionales, anodinos y grises, ocultaban bajo la alfombra de sus modales de clase media, hediondos recovecos rebosantes de vicios. Mientras que los excéntricos no tenían más defectos que los que mostraban, e incluso, a veces estos no eran más que una mera pose.  Especialmente obsceno y sórdido era todo lo que el escritor escuchaba relatar sobre las fuerzas vivas de la población y demás gente de orden. Aunque también los ambientes populares eran de cuidado. Así, supo por Candela que el conserje del colegio público –por lo poco que sabía el escritor de él, un redomado gilipollas- era una figura importante en su mundo, un señor uniformado que veía cada día, poco menos que una autoridad que era rifada entre el núcleo duro de madres que iban a esperar a los niños a la puerta. El escritor alucinaba oyendo que el tipo era un verdadero sátiro que consecutiva e incluso simultáneamente había mantenido relaciones con diferentes madres, que casi disponía de un harén de marujas a su disposición. Entre las mamis que iban a recoger a los niños estaba Mari “la tetas”, siliconada, anoréxica, analfabeta funcional y floja de bragas; especializada en despojar de bienes inmuebles a sus ex maridos. La adultera Dunia, que le ponía los cuernos al marido con el camarero de la cafetería donde ellas iban a tomarse el cafelito de las nueve y cuarto de la mañana, más que nada, para resarcirse de la insatisfacción que le dejaba su esposo, eyaculador precoz impenitente. Lidia “la golfa”, también llamada “Frankenstein” (a causa de su físico poco agraciado), divorciada, sexoadicta y alérgica al látex (follaba sin condón y sin control); pues según Candela: “en la última empresa donde trabajó, de veinte tíos que había, se acostó con todos, que no se folló al portero porque era electrónico”. Luisa, la ciclotímica esotérica y su fabuloso novio el tarotista desdentado. Y por último, la perturbadoramente sexy, aunque odiada, “Putanieves”, llamada así por su maldad y su afición desmedida a la cocaína, una “chupapollas” –en boca de Candela- que vivía de desvalijar las cuentas bancarias de su inacabable rosario de parejas. Y casi todas ellas, dejaban atrás separaciones traumáticas con su correlato de órdenes de alejamiento, ex maridos acosadores, sentencias judiciales diversas, y niños carentes de figura paterna estable. Aquellas marujas no sólo hablaban de recetas de lentejas y tupperwares, bullían en aquel mundo: intrigas, celos, competencia, maledicencias y luchas por el poder. Shakespeare en estado puro. Con el tiempo el escritor averiguó que aquella afición desmedida por los asuntos ajenos que se apoderaba de Candela, no era, como en otras personas un reflejo de maldad interior; sino, una manera de desconectar, una forma de rellenar el vacío existencial de una vida difícil y escasa de afectos. No, Candela no era una mala persona.

La redacción de la novela se aproxima a su fin y con ella el momento en que le tenía que suministrar a Candela la definitiva patada en el culo. Ya la había exprimido hasta los ganglios, ya se la había follado hasta producirle hastío, ya no la aguantaba más. Consciente de que estando ella tan enamorada de él, le iba a causar un daño inconmensurable; el escritor se alegraba de no sentir nada especial, ni culpa, ni responsabilidad, si acaso un anhelo de alivio. Lejos quedaban los días en que para amortiguar la incomodidad que le producían las continuas expresiones de amor de Candela, el escritor había trazado forzadas teorías; llegando a decirse que su asistenta era una buscona que trataba de cazarlo para luego desplumarlo en el divorcio, o bien una trepa que por la vía vaginal pretendía ascender socialmente y cuyo discurso romántico no era más que una coartada.  Caviló con que quizás su enamoramiento no era genuino, tan sólo una execrencia, un exceso de sentimentalismo baboso, un conjunto de frases y gestos robados de telenovelas latinoamericanas, amor de plastilina. También se decía que los dos eran personas adultas y que cada uno sabía el juego en el que se metía; que todas las relaciones empiezan y acaban, y de una manera más sutil o más descarada, todas se producen por mutua conveniencia, por lo que ella también habría sacado lo suyo de aquella historia, sobretodo habiendo compartido con un hombre culto y refinado tan distinto a sus anteriores parejas. Pero lo ineludible es que Candela le amaba y que él le había dicho que la quería infinidad de veces a requerimiento de ella, y que objetivamente la había manipulado, engañado y estafado sentimentalmente; un hecho frente al que el escritor experimentaba una calmosa indiferencia, como un médico que observa los achaques del paciente sin que le duelan. Incluso el autor –en otra línea de razonamiento-, se sentía orgulloso de si mismo por haber hecho lo que debía sin ceder a ningún escrúpulo angélico. Candela era su cantera y su deber era explotarla. Wilde y Baudelaire  -rememoraba el escritor escuchándose a si mismo- nos enseñaron que el arte está fuera del ámbito de la moral. Así que su manera de manipular a Candela suponía un comportamiento artísticamente lícito, ella era un “apunte del natural”, un material perfectamente saqueable. Todos los escritores -¡todos!- recogen anécdotas, episodios y descripciones de la vida real ¿Por qué con Candela estaba obligado a autocensurarse? ¿Porque estaba enamorada de él? ¿Porque se la follaba? ¿No fue Picasso el que dijo que en este mundo había tan sólo dos clases de personas, los artistas y todos lo demás? ¿Y no fue Ezra Pound quien proclamó: “El esmero en el trabajo con el lenguaje es la única condición moral del escritor”? Pues eso, el escritor en tanto que artista se encontraba por encima de las trampas morales que concernían a otros. Su quehacer literario estaba más allá del bien y del mal.

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