NO NOS PLAGIES

Todos nuestros textos cuentan con las garantías registrales oportunas en los Registros de la Propiedad Intelectual de A Coruña y Barcelona. Así mismo están protegidos en la red con licencia Creative Commons y con el registro de Copyright, Safe Creative.
Cualquier uso de los textos aquí expuestos ha de contar con nuestra autorización y siempre que, además, se referencie a su autor o autores. No nos plagies.

los autores

Si pinchas sobre los siguientes enlaces, podrás acceder, de forma específica, a los post de cada uno de los autores de este blog, o a los que hemos escrito de forma conjunta.

viernes, 3 de septiembre de 2010

En la basílica (IV).- Epílogo. Una súplica



4. Epílogo. Una súplica.


¡Mírame!,

no puedes dejarme así...

¡No he bebido aún todo el sabor de tus labios

ni he apurado hasta la última gota de tu néctar!


miércoles, 1 de septiembre de 2010

En la basílica (III): ANATEMAS EN LA PIEDRA


3.- Anatemas en la piedra


La piedra me devuelve

el eco oscuro de tus pasos;


pasos que se pierden y laceran


lo más profundo del templo


Un gélido dolor recorre


las aristas de los capiteles


y estremece, los muros y las torres,


el lamento hiriente del badajo




Bronces al viento,


piedra llorando musgos en barbecho,


letanía de versos,


baile de luces y sombras


con regusto a sándalo y a incienso




Preciso el latido profundo


del santo dormido


en algún rincón de la girola;


sangre en los poros,


suspiros rotos en las vidrieras,.


lamentos y ausencia


en los perfiles del alba.




Cadencias de cópula


en el estridente llanto de los santos,


oscuros presagios de más llantos


(acaso la esperanza dormida


buscando anatemas en la piedra)

martes, 31 de agosto de 2010

En la Basílica (II): Eva. Irreverencias.





2.- Eva. Irreverencias




Por un segundo he leído tus poemas según la posición de tus dedos. Por un segundo mis ojos han sentido intensamente un iris de luz nueva en ellos.

Apenas una décima de segundo me bastó para saber que te acercarías a mi mesa y que tus palabras me llevarían a tus brazos. Y que el amargo café que dejaba en aquella mesa nunca más podría ser consumido por mis labios. Quedaron presos en una boca que prometía el infinito.

No más de un instante sentí tu cuerpo junto al mío. Y sentí que no podría pararlo. Que el propio deseo sería más fuerte que la oportunidad de arrepentirme y escapar de la locura que me devoraba.

Pero el instante se convirtió en tiempo indefinido. Y sin saber qué manos me abrazaban ni qué boca investigaba mis misterios, me abandoné al deseo. Manos de poemas y besos de epopeyas plagaron mi cuerpo, mientras mi prosa corría ávida por tus rincones. Tus rimas recorrieron mi pecho que, excitado, se ofreció, solícito. Tus metáforas se pararon en mi vientre que tembló, impreciso. Una estrofa de pasión siguió bajando y, como corola que ante el sol se abriera presta, cedí ante tu pluma de poeta y permití tu paso por mis letras. Y corrieron, los verbos, por nuestros cuerpos; los predicados que exhalábamos marcaban un ritmo preciso y acompasado de pasiones. Cerré los ojos para ampliar las sensaciones y el mundo desapareció, de pronto. NO había más que un par de palabras que lo llenaban todo, susurradas suavemente, dulcemente, entre tu pelo y el mío, "te quiero". Y, acallándose el silencio más aún, en ese instante en que el cielo se abrió para escucharnos, un sutil suspiro lleno de sensaciones perfumó el aire. Y expiró de inmediato mientras nos fundíamos en el fuego del beso más deseado. ¿Estaban nuestras lenguas, acaso, confirmando que éramos, por nuestro propio desacato, reos de muerte, sentenciados?

Abrí los ojos, nueva. Nuevo era todo desde ese instante. Nuevo mi cuerpo que vibraba ante el literario escenario del amor. Miré a mi lado y … ¡no había nadie!.

Te había soñado.

Tal vez, sólo tal vez, en esta ocasión, fuéramos indultados. La guillotina no caería sobre nuestras cabezas. Sólo había sido soñado...

Pero las sábanas guardaban el secreto. Ellas se apropiaron de nosotros y nuestra estela de amor quedó impresa, para confirmar mi sueño. La prueba la guardo yo. Sólo yo conozco este relato. Sólo yo he sentido tus palabras como saetas ardientes en mi sexo. Te guardaré el secreto.








martes, 24 de agosto de 2010

En la basílica (I)






Quiero dejaros, hoy, un relato cuya peculiaridad es que lo desarrollo en cinco fases. Una historia inicial, "En la basílica", a la que he añadido las sensaciones del personaje principal en  una continuación intimista, "Eva. Irreverencias", a las que he acompañado un poema en el que he volcando mis propias sensaciones, "Anatemas en la piedra". Cierro la propuesta con una súplica de continuidad que, en sí, es el grito interno del personaje principal que motiva el propio devenir de la historia, en un ciclo del que sus personajes ya no pueden escapar. Y finalizo con mi último poema, en realidad, todo un  manifiesto de mi herejía.

Os dejo, pues, todo el conjunto, en cinco capítulos, perdonando por la extensión de todo el conjunto. Espero sea de vuestro agrado.



1.- En la Basílica


El templo estaba prácticamente a oscuras. Sólo las danzantes llamas de las velas iluminaban ligeramente la estancia, con una tenue luz que proyectaba, ampliadas, las largas y zascandileantes sombras de todos los santos que se apostaban en las hornacinas que por doquier saturaban las paredes del recinto, uniéndose todas ellas, en su baile, en un beatífico abrazo que disipaba los contornos de las cosas, produciendo una sensación casi fantasmagórica. Todo se mantenía en pesado silencio. Sólo el ligero crepitar de las tímidas llamas, el perdido crujir de alguna gastada madera y los apagados pasos de algún curioso roedor que se adentrara en el templo buscando, acaso, un refugio.

Olía intensamente a incienso y cera. Se confundían estos olores con los penetrantes y enmohecidos regustos de humedades en la piedra, que exhalaban con ellos los recuerdos de tantas plegarias, homilías, salmos y sermones.

Hacía frío; Las inmensas naves no podían retener el calor que no existía en el santo aposento. En un lugar de oración y penitencia cabe esperar el sacrificio y ¿Qué mayor sacrificio, para el orante, que ofrecer el frío intenso que sufre a la divinidad? Mejor eso, en cualquier caso, que el terrible cilicio o el flagelo.

Eso, al menos, pensaba aquella figura que se escondía en una de las muchas capillas laterales; en aquella, la más pequeña, siempre a oscuras, donde nadie osaba encender nunca una vela, y en la cual ningún exvoto recordaba que aquel santo recibiera adoración alguna.

Un santo yacente, olvidado, un santo innómine, que no merecía siquiera un exvotario o un triste cirial. La tímida presencia del yacente y un simple reclinatorio por todo adorno; por no haber, no había en la estancia ni cepillo

Sin embargo, para Eva, aquella capilla ejercía una atracción enfermiza. Se acercaba a ella todas las mañanas, cuando nadie visitaba el templo o, como mucho, alguna vieja beata que con monótona letanía adormecía más la estancia, En silencio se arrodillaba en el único reclinatorio, y cerraba los ojos, con devoción, sumiéndose en un estado de éxtasis acompasado por el rítmico vaivén de su cuerpo.

Nadie que la conociera bien podría imaginar qué la llevaba a aquel rincón y qué la sumía en aquel estado pues, lejos de beaterías, era una mujer de mundo, activa, dinámica, simpática y cordial; su vida se fugaba entre circunstancias absolutamente mundanas, ante las que se rendía sin oponer lucha alguna. Agnóstica y un tanto despechada con tantos mitos vanos y creencias impuestas, su postura herética era bien conocida por todos aquellos que la trataban.

Pero allí estaba, día tras día, sumida en un arrebato místico que ni ella misma entendía.


Todo empezó semanas atrás:

Durante algún tiempo solía pasear por un adormecido barrio que se le antojaba encantador y cuyas calles confluían en una pequeña placita presidida por un bello templo de porte elegante y de formas sencillas al que todos se referían como "la basílica". Frente al templo, un recogido y acogedor café se convirtió, cada día, en visita obligada. Allí, donde no conocía a nadie y nadie podía reconocerla, invertía un par de horas diarias meditando y garabateando folios en blanco con ideas para su próxima novela. El éxito aún no le había sonreído de forma definitiva en su quehacer literario, no obstante, contaba con algún premio en su cartera, lo que, desde luego, le animaba a perseverar en la compleja labor de escritora.

Un buen día, al poco tiempo de frecuentar aquel café, un joven apuesto de mirada enigmática y atractiva con el que ya se había cruzado alguna vez junto a las escaleras que daban acceso a la iglesia, se sentó en una mesa próxima a la que solía ocupar Eva. En el preciso momento en que se cruzaron sus ojos, sus miradas se contaron las historias de sus vidas y ese sólo instante fue suficiente para saber que de allí ya no saldrían como entraron.

Eva saboreó su delicioso café, celebrando el olor penetrante que desprendía, con la mirada perdida o, talvez, atrapada en los ojos que ya no miraba.

Él, inquieto, extrajo unos folios del interior de su cartera y los extendió sobre la mesa con gesto nervioso e impreciso. Comenzó a emborronar sobre el papel palabras inconexas evitando levantar la mirada.

El tiempo galopaba al mismo ritmo trepidante que los corazones desbocados de aquellos desconocidos.

Vestía un día luminoso y la brisa revoltosa se entretenía descontando de los árboles las últimas hojas secas con que tapizar una mullida alfombra sepia sobre el adoquinado de la plaza. Despertaba la mañana una alegre cancioncilla infantil, procedente de un grupo de niños que jugaban próximos, con notas que salpicaban el deambular pesado y abstraído de Eva hasta el momento preciso en que indisciplinada pelota la rescataba de sus ensoñaciones.

Cuando una interminable lista de actividades cotidianas habían consumido el resto del día y, recibiendo la noche, sentada frente a su escritorio, su pluma cedíó ante una imaginación desbordada de la que surgieron las más bellas historias.

A la mañana siguiente, cuando él llegó, no habían pasado más de unos minutos en que ella se había reunido con la humeante taza de café. Otra vez, se cruzaron los ojos, apartando tímidamente las miradas que volvían a buscarse tercas y furtivas.

Así transcurrían los días en que ella adivinaba cada palabra que él garabateaba mientras él arrebataba de sus labios, sorbo a sorbo, el café que ella degustaba.

Sin saber cómo ni por qué, se encontraron sentados en la misma mesa y charlando de mil trivialidades. Salieron juntos del café, trenzadas las manos en las cinturas y, sin otra voluntad que satisfacer el deseo que nacía impetuoso, se fundieron en un apasionado abrazo como preludio del mágico beso que se regalaron.

Apenas dieron tiempo a cerrar la puerta de la casa de Eva para que las manos buscaran y encontraran acomodo en el otro, mientras las bocas se abandonaban en un renovado beso. A cada caricia siguió otra caricia, y a cada beso, otro beso, en una danza sin pausas al ritmo que marcaban los encendidos corazones. Fuegos de artificio iluminaron el cielo en el que se perdieron, mientras torrentes desbocados de deseos corrieron por sus cuerpos. En un momento se pararon todos los relojes y el tiempo les permitió sentir eterno el gozo que les embargaba.

Sudorosos y agotados los cuerpos, jadeantes aún las respiraciones, acelerados los pulsos y satisfechas las ansias; permanecieron abrazados durante mucho tiempo más recreando la mente en el éxtasis alcanzado. Fuentes de besos tiernos y dulces fueron entonces sus bocas, y entre susurros, se musitaron palabras de amor.

"¿Te volveré a ver mañana?", preguntó Eva en un suspiro. Una lágrima cristalina asomó tímida y corrió lenta por la mejilla del joven que, quebrada su voz, dejó caer sobre Eva una enigmática frase "Mañana ya no te tendré, ya no te soñaré como te he soñado, como te he visto. Debo volver a mi realidad".

Ella no acertó a comprender aquellas palabras que, sin embargo, quedaron impresas en su mente y que adivinó definitivas. Mientras un llanto incontenible la sumía en el silencio más duro y pesado, él fue vistiéndose lentamente, sin dejar de acariciarla.

Días después, sin poder acallar la nostalgia que la afligía ni entender realmente aquellas palabras que la atenazaban a un dolor asfixiante, recogió de su buzón un misal en cuya contraportada aparecía, emborronado, un mensaje:

"Te añoro. Te querré siempre. Te esperaré todas las mañanas en la hornacina donde yace el santo sin nombre"


jueves, 19 de agosto de 2010

MI SECRETO


MI SECRETO

Hay un hombre de aceras limpias,
de avenidas rotundas
y de calles generosas;
de horizontes sin grúas,
tejados sin hollines
y panorámica de anhelos;
un hombre ahíto en brillos y  despertares…

Hay un hombre de cortinas abiertas
y estancias luminosas,
sin aristas ni rincones,
diáfano en el periplo de luz
que el mismo engendra
y que aventura, entre evidencias,
pétalos tejidos en hilos de gloria
y clareados en rocíos.

Un hombre que, vestido en ósculos de tisú,
rezuma ámbar en su piel,
regala arándanos en la flor de su labios
y terciopelo en su mirada;
un hombre de sonrisa franca
y verbo sabio y afable
que engalana, en silbos, cada amanecida

Hay un hombre que anuncia,
en la equidad de cada gesto,
un estallido de serpentinas y confeti,
un hombre que promete desmesura
en el manar irredento de agua fresca
de la fuente de su boca
y que entrega, con calidez infinita,
su palabra amable
a la rosa de los vientos
para que la acune
y, en un despertar de trinos,
la acerque a los magnolios
que florecen, ya, en mi alma entregada

Y ese hombre, lo sabes, ¿verdad?
Ese hombre, eres tú…
Pero, ¡calla!,
Es mi secreto,
¡no se lo cuentes a nadie!

miércoles, 18 de agosto de 2010

MENSAJE EN UNA BOTELLA ( II ).- (Amelia y Héctor. Relato conjunto)

Os dejo la segunda versión anunciada de "MENSAJE EN UNA BOTELLA". La primera parte se repite íntegra, variando sólo la segunda parte, es decir, le damos un giro completo, sin variar ni las circunstancias, ni el escenario. Esperamos que os guste.


Calma.

Sólo una ligera brisa dejaba sabor a mar en la boca. El sol, cayendo con fuerza sobre la superficie del mar, provocaba reverberaciones de brillos inimaginables. Y sólo un cielo azul por todo testigo…
 
Estaba sola en aquella pequeña cala. Consciente de su soledad, no tuvo pudor alguno en su desnudez y así, desnuda, se tumbó, tras un refrescante baño, sobre la arena cálida. Pronto sintió un sopor dulce que la inducía al sueño, inevitablemente. Se estaba bien así, apagados los recuerdos, detenidos los pensamientos y sólo en pié las sensaciones.
 
Cerró los ojos y se abandonó a sus sentidos. Sintió cada grano de arena masajeando tímidamente la piel de su espalda y su cuerpo, imperceptiblemente, y obedeciendo a sus propios instintos, comenzó a bambolearse ligeramente para ampliar el efecto del masaje. Se concentró, durante unos minutos, simplemente en sentir, mientras acomodaba su cuerpo al lecho de arena. Un latigazo de placer le recorrió toda la columna y aumentó el ritmo de su contoneo sobre la arena. Contrajo sus nalgas y las relajó repetidas veces, y los granos de arena parecieron convertirse en manos que las acariciaran.
 
Mientras, el sol iba, poco a poco, resbalando por su piel y secando la humedad del cuerpo, templándolo con caricias cálidas, amables, suaves… Y esa tibieza besó su cuello; ella lo sintió junto al lóbulo de su oreja como un susurro, como si el propio astro le murmurara palabras de amor, y ladeó la cabeza y apartó su pelo, consintiendo y asintiendo al juego apasionado que su cuerpo anhelaba de aquellos rayos cálidos y embriagadores. Se arqueó ostensiblemente para recibirlos sobre su pecho y les ofreció sus senos que reaccionaron al envite del sol y, reclamando otras atenciones más precisas que la simple caricia solar que ya los excitaba, sus pezones se erigieron provocadores. Sus manos comenzaron a rozarlos, primero con cierta timidez, decididamente a los pocos segundos. Los ligeros pellizcos que les dedicó arrancaron de sus labios un gemido placentero y sintió como su boca insalivaba abundantemente. Atendió a la llamada y untó sus propios dedos en la saliva, refrescando con ella los botones álgidos de sus senos, que obedecieron de inmediato, como electrificados, y se endurecieron más aún, sin recato alguno. Se arqueó más y, con nuevo afán, los pellizcó ya sin ambages, mientras sentía entre sus piernas una calidez extrema y una llamada al delirio.

Juntó los muslos, presionando su sexo, buscando con ello un empuje sobre el propio centro del gozo. Abandonó la miel de uno de los pezones y volvió a ensalivar su mano que, solícita, acarició sus labios. Introdujo sus dedos en el volcán que ya era su sexo y lo acarició mientras se arqueaba más y más, ofreciendo a su propia mano la pasión que atesoraba. Presionó entre sus dedos, con la fuerza que suplicaba su cuerpo, el pequeño órgano de placer hasta arrancarle temblores a sus piernas. Atrajo ahora su otra mano a su espacio generoso en flujos y en humores y empujó sus dedos, con fuerza, bien dentro de él, mientras cimbreaba su pelvis al ritmo que imponían sus manos en su sexo. Permitió que sus dedos, enloquecidos, entraran y salieran de la cueva del placer y que investigaran los rincones de su nido. Se separaron los dedos dentro de sí con ahínco, pellizcaron las paredes, las rozaron con rítmico tesón, arañaron aquel canal que los albergaba y convirtieron los gemidos en gritos de placer. Una marea de humedades llenó los dedos de una gelatina cálida mientras que, en un temblor profundo y excelso, todo el cuerpo estalló en gozo. Un prolongado segundo de contener el aliento ante el súmmum alcanzado, y un jadeo que pedía intensidad plena. Dedos locos que alocados se lanzaron en contienda, ya sin medida y el último grito que acalló el sonido acompasado de la naturaleza…
 
El mar, testigo del capricho solitario de aquella hembra, besó sus pies y templó el ánimo cálido que la embargaba. Despacio, acariciando las paredes de su oquedad, sacó los dedos y los acercó a su boca. Quiso conocer el sabor de su deseo, y los chupó con cierta timidez y se sorprendió de su propia dulzura. Relajó, poco a poco, su cuerpo, y dejó que las manos lo acariciaran, ahora, lentamente, muy lentamente.

Abrió los ojos y la luz del sol la cegó un instante. Pestañeó un rato, hasta acostumbrase, para, con calma, volver a la realidad de la tarde en aquella perdida cala. Sintió de nuevo como una ola lamía sus pies y obedeció la llamada del mar. Se levantó rauda y se sumergió, sin más retraso, en las aguas frías que terminaron de acallar los gemidos que aún temblaban en su boca.
 
Un rumor tenue de olas acompasó el ritmo de su respiración, alterada instantes atrás, a su constante devenir y el recuerdo del gozo se disolvió entre las aguas.

Como una sirena añorada, Claudia -así se llamaba la muchacha- emergió de las aguas como una Venus, conformando en un instante fugaz la estampa de una pintura antigua. Recomponía su respiración y sus pensamientos con esa sensación de vuelta a la realidad que acontece tras la pequeña muerte del orgasmo, como cuando surgimos de la oscuridad silente de una sala de cine y nos golpean el bullicio y las múltiples luces de la poblada avenida. Caminó hasta las ropas bien dobladas y el bolso de playa, extrajo la toalla y se secó a su abrigo, perdiéndose en su apetecible y suave roce textil. Consultó la hora en el reloj. Dentro de tres horas debía estar en el laboratorio. Eres rara, se dijo a sí misma; se lo había reprochado tantas veces que le extrañaba que la frase desgastada por el uso no hubiese perdido aún todo su significado, su carga de incomodidad. Y tras la acusación, nuevamente la perplejidad, mientras se vestía morosamente. ¿Por qué no era como las demás? ¿Por qué no le motivaban los pechos enormes de pezones erguidos con su cenefa de aureolas oscuras como secretos y los depilados montes de Venus? ¿Por qué no podía ser como sus amigas y sus compañeras de trabajo de dedos exploradores y lenguas hábiles y entrecruzar de piernas para hacer que se besaran los sexos con fruición hasta alcanzar el cielo? ¿Era ella la única en el mundo que sentía aprensión al sabor a mar y al aroma de almizcle que emanaba la hambrienta hendidura? No conseguía excitarse pensando en otras personas. Y sin embargo, la caricia del sol de mediodía en primavera, las tórridas noches de verano en que se despertaba pegajosa y bañada en sudor, incluso una tarde de invierno calentándose ante un leño que arde; provocaba en Claudia una desazón, una confusión de las apetencias, un deseo inconcreto que culminaba demasiadas veces con la palma de su mano aplanando el bajo vientre y los dedos traviesos jugando con los rizos antes de hundirse en el más hermoso de los misterios, en su oscura gruta de coral. Le perturbaba la naturaleza como si recibiera una llamada de la espesa selva, reclamos de prohibidos inframundos, respuestas a mensajes que se derramaban del cuenco del instinto; una naturaleza yerma de humanidad que le susurraba penumbras al oído. Con espanto, Claudia recordó mientras se ajustaba las sandalias, su visita a la hípica y la contemplación de un macho cubriendo una yegua, la turbación que le produjo y la mala conciencia mojada en asco que la atormentó durante días, aquella dolorosa sensación de sentirse irremediablemente sucia. ¿Por qué ella no era como las personas normales? Tampoco entendía la muchacha aquella obsesión por tratar de imaginarse la vida antes de la Revolución, cuando los hombres aún no habían sido exterminados ¿Ella hubiera sido una más de aquellas mujeres primitivas, abyectas y alienadas que practicaban el sexo con sus verdugos? Le asustaba hacerse esa pregunta, por el temor a descubrirse contestándola afirmativamente. Gracias a la tecnología los hombres fueron eliminados, desde que se podían generar espermatozoides de células madre desde cualquier tejido humano –precisamente el laboratorio en el que trabajaba se dedicaba a ello-, los machos ya no eran imprescindibles. Qué rara eres Claudia, se volvió a reprochar la muchacha. Las dirigentes habían dejado bien establecida la cuestión, tras la Revolución que acabó con los hombres, el mundo había alcanzado la perfección.

domingo, 25 de julio de 2010

MENSAJE EN UNA BOTELLA ( I ).- (Amelia y Héctor. Relato conjunto)

Os vamos a dejar hoy un relato conjunto, pero que presenta la peculiaridad de que tiene dos finales distintos. Por eso, al mensaje en la botella, le dedicaremos dos post.

Os dejamos el primero:




MENSAJE EN LA BOTELLA


Calma.

Sólo una ligera brisa dejaba sabor a mar en la boca. El sol, cayendo con fuerza sobre la superficie del mar, provocaba reverberaciones de brillos inimaginables. Y sólo un cielo azul por todo testigo…

Estaba sola en aquella pequeña cala. Consciente de su soledad, no tuvo pudor alguno en su desnudez y así, desnuda, se tumbó, tras un refrescante baño, sobre la arena cálida. Pronto sintió un sopor dulce que la inducía al sueño, inevitablemente. Se estaba bien así, apagados los recuerdos, detenidos los pensamientos y sólo en pié las sensaciones.

Cerró los ojos y se abandonó a sus sentidos. Sintió cada grano de arena masajeando tímidamente la piel de su espalda y su cuerpo, imperceptiblemente, y obedeciendo a sus propios instintos, comenzó a bambolearse ligeramente para ampliar el efecto del masaje. Se concentró, durante unos minutos, simplemente en sentir, mientras acomodaba su cuerpo al lecho de arena. Un latigazo de placer le recorrió toda la columna y aumentó el ritmo de su contoneo sobre la arena. Contrajo sus nalgas y las relajó repetidas veces, y los granos de arena parecieron convertirse en manos que las acariciaran.

Mientras, el sol iba, poco a poco, resbalando por su piel y secando la humedad del cuerpo, templándolo con caricias cálidas, amables, suaves… Y esa tibieza besó su cuello; ella lo sintió junto al lóbulo de su oreja como un susurro, como si el propio astro le murmurara palabras de amor, y ladeó la cabeza y apartó su pelo, consintiendo y asintiendo al juego apasionado que su cuerpo anhelaba de aquellos rayos cálidos y embriagadores. Se arqueó ostensiblemente para recibirlos sobre su pecho y les ofreció sus senos que reaccionaron al envite del sol y, reclamando otras atenciones más precisas que la simple caricia solar que ya los excitaba, sus pezones se erigieron provocadores. Sus manos comenzaron a rozarlos, primero con cierta timidez, decididamente a los pocos segundos. Los ligeros pellizcos que les dedicó arrancaron de sus labios un gemido placentero y sintió como su boca insalivaba abundantemente. Atendió a la llamada y untó sus propios dedos en la saliva, refrescando con ella los botones álgidos de sus senos, que obedecieron de inmediato, como electrificados, y se endurecieron más aún, sin recato alguno. Se arqueó más y, con nuevo afán, los pellizcó ya sin ambages, mientras sentía entre sus piernas una calidez extrema y una llamada al delirio.

Juntó los muslos, presionando su sexo, buscando con ello un empuje sobre el propio centro del gozo. Abandonó la miel de uno de los pezones y volvió a ensalivar su mano que, solícita, acarició sus labios. Introdujo sus dedos en el volcán que ya era su sexo y lo acarició mientras se arqueaba más y más, ofreciendo a su propia mano la pasión que atesoraba. Presionó entre sus dedos, con la fuerza que suplicaba su cuerpo, el pequeño órgano de placer hasta arrancarle temblores a sus piernas. Atrajo ahora su otra mano a su espacio generoso en flujos y en humores y empujó sus dedos, con fuerza, bien dentro de él, mientras cimbreaba su pelvis al ritmo que imponían sus manos en su sexo. Permitió que sus dedos, enloquecidos, entraran y salieran de la cueva del placer y que investigaran los rincones de su nido. Se separaron los dedos dentro de sí con ahínco, pellizcaron las paredes, las rozaron con rítmico tesón, arañaron aquel canal que los albergaba y convirtieron los gemidos en gritos de placer. Una marea de humedades llenó los dedos de una gelatina cálida mientras que, en un temblor profundo y excelso, todo el cuerpo estalló en gozo. Un prolongado segundo de contener el aliento ante el súmmum alcanzado, y un jadeo que pedía intensidad plena. Dedos locos que alocados se lanzaron en contienda, ya sin medida y el último grito que acalló el sonido acompasado de la naturaleza…

El mar, testigo del capricho solitario de aquella hembra, besó sus pies y templó el ánimo cálido que la embargaba. Despacio, acariciando las paredes de su oquedad, sacó los dedos y los acercó a su boca. Quiso conocer el sabor de su deseo, y los chupó con cierta timidez y se sorprendió de su propia dulzura. Relajó, poco a poco, su cuerpo, y dejó que las manos lo acariciaran, ahora, lentamente, muy lentamente.

Abrió los ojos y la luz del sol la cegó un instante. Pestañeó un rato, hasta acostumbrase, para, con calma, volver a la realidad de la tarde en aquella perdida cala. Sintió de nuevo como una ola lamía sus pies y obedeció la llamada del mar. Se levantó rauda y se sumergió, sin más retraso, en las aguas frías que terminaron de acallar los gemidos que aún temblaban en su boca.

Un rumor tenue de olas acompasó el ritmo de su respiración, alterada instantes atrás, a su constante devenir y el recuerdo del gozo se disolvió entre las aguas.

Como una sirena añorada, Claudia -así se llamaba la muchacha- emergió de las aguas como una Venus, conformando en un instante fugaz la estampa de una pintura antigua. Recomponía su respiración y sus pensamientos con esa sensación de vuelta a la realidad que acontece tras la pequeña muerte del orgasmo, como cuando surgimos de la oscuridad silente de una sala de cine y nos golpean el bullicio y las múltiples luces de la poblada avenida. El altivo sol la deslumbraba, así que al girar su cabeza para perseguir con la mirada una gaviota gris que volaba rasante sobre el mar, no percibió en un principio más que un bulto oscuro varado sobre la arena, un bulto que sin embargo pareció moverse. Asustada, Claudia corrió a vestirse; mejor sería salir de la cala corriendo sin mirar atrás, pero por uno de esos impulsos que una nunca acaba de explicarse, con el teléfono móvil en una mano y las sandalias en la otra se aproximó, ya cubierta de ropa, al fardo, al ser semoviente, temerosa. Y Claudia vio a un hombre, un hombre negro descalzo y con el torso desnudo que parecía haber sido vomitado por el mar.

Rápidamente comprendió lo que pasaba. Telefoneó al servicio de urgencia para dar cuenta del naufrago y después sigilosamente se acercó hasta él. El hombre estaba boca abajo y la muchacha temió que se ahogase, tomándolo por las axilas lo extrajo de la rompiente de las olas, arrastrándolo con dificultad hasta lograr que apoyase su espalda contra una roca. Claudia se sirvió de la botella de agua que había traído en el bolso y le dio de beber, al contacto con la frescura del agua, sus labios reaccionaron, lentamente recobraba la conciencia. Era un joven hermoso pese a las porciones de piel quemadas, bien conformado, el torso musculado sin excesos artificiales, los ojos rasgados, las pupilas color café enmarcadas por un blanco enrojecido, los labios gruesos y llagados pero aún sugerentes. Un hombre que volvía a la conciencia con sed, y que terminó de beberse toda el agua de la botella, más de un litro, y como si le doliesen los labios al hablar, apenas se le oyó decir merci. Claudia lo cubrió con la toalla al verle tiritar y como no parecía que el frío lo abandonara, lo abrazó con ternura, mientras el joven declinaba su enfebrecida frente sobre los pechos mullidos de la mujer. Sosteniéndolo entre sus brazos, Claudia experimentó una borrachera de ternura, una compasión que la estremecía. Lo sentía entre sus brazos tan desamparado, tan vulnerable, incluso frágil como una pieza de cristal. Lo estrechó con fuerza, o acunó y obedeciendo a una inclinación insospechada, le besó en los párpados y le acarició el pelo hasta el momento en que llegaron los sanitarios de la Cruz Roja.

Al día siguiente por la tarde, Claudia regresó a la cala, cargada con una alegría y un orgullo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Resonaban en sus oídos las palabras de los sanitarios, agradeciéndole el haber socorrido al joven inmigrante: “Si no es por usted, el chico habría muerto”, le dijeron. Nunca había hecho nada heroico, así que aquella novedad la enervaba. Se desnudó, como solía hacer, molesta con las prendas que la cubrían y se precipitó sobre la arena caliente. Desnuda se enfrentó al sol, regocijándose con la tersa y cálida temperatura. Como en el día anterior volvió a sentir una embriaguez creciente y sus diligentes manos se aprestaron a repartir caricias. Si en la tarde anterior, su voluptuosidad se nutría únicamente de la naturaleza, ahora era aquel sentimiento de compasión hacia el joven negro lo que alimentaba su sensualidad. Haber salvado una vida ¿no suponía haber salvado un poco a toda la humanidad?

Rememoró la ternura habida mientras su mano pellizcaba uno de sus pezones a la vez que su otra mano se deslizaba entre sus muslos, y reconstruía el sabor a sal y el contacto con los ensortijados cabellos en el instante en que su mano derecha alcanzó los arrabales de su vagina solícita de humedades. Y fue el arrebato de intensa compasión que reverberaba de nuevo en su conciencia lo que la llevo secretamente a pulsar el botón mágico, a posar el dedo ensalivado en el epicentro del placer, a través de sus labios, abiertos como una flor indecente. Arqueó su cuerpo y el aire se tiñó de gemidos. Oleando desde sus profundidades de mujer, brotó el orgasmo como un relámpago, como una descarga eléctrica, despeñando por el vacío cualquier atisbo de control, arrancándole gritos, sumiéndola en un atisbo de placer; un climax que atravesó su cuerpo y empapó sus dedos. Claudia se sintió después extraña y atemorizada, nunca le había pasado algo así. NO era por el orgasmo, -estupendo, pero tan similar a otros muchos-; era porque jamás le había turbado sexualmente un acto de bondad. Nunca la ternura y la compasión la habían excitado de aquella manera. Consciente que había descubierto una nueva y más intensa forma de amar, se vistió con prisas y abandonó la cala, asustada.