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martes, 24 de agosto de 2010

En la basílica (I)






Quiero dejaros, hoy, un relato cuya peculiaridad es que lo desarrollo en cinco fases. Una historia inicial, "En la basílica", a la que he añadido las sensaciones del personaje principal en  una continuación intimista, "Eva. Irreverencias", a las que he acompañado un poema en el que he volcando mis propias sensaciones, "Anatemas en la piedra". Cierro la propuesta con una súplica de continuidad que, en sí, es el grito interno del personaje principal que motiva el propio devenir de la historia, en un ciclo del que sus personajes ya no pueden escapar. Y finalizo con mi último poema, en realidad, todo un  manifiesto de mi herejía.

Os dejo, pues, todo el conjunto, en cinco capítulos, perdonando por la extensión de todo el conjunto. Espero sea de vuestro agrado.



1.- En la Basílica


El templo estaba prácticamente a oscuras. Sólo las danzantes llamas de las velas iluminaban ligeramente la estancia, con una tenue luz que proyectaba, ampliadas, las largas y zascandileantes sombras de todos los santos que se apostaban en las hornacinas que por doquier saturaban las paredes del recinto, uniéndose todas ellas, en su baile, en un beatífico abrazo que disipaba los contornos de las cosas, produciendo una sensación casi fantasmagórica. Todo se mantenía en pesado silencio. Sólo el ligero crepitar de las tímidas llamas, el perdido crujir de alguna gastada madera y los apagados pasos de algún curioso roedor que se adentrara en el templo buscando, acaso, un refugio.

Olía intensamente a incienso y cera. Se confundían estos olores con los penetrantes y enmohecidos regustos de humedades en la piedra, que exhalaban con ellos los recuerdos de tantas plegarias, homilías, salmos y sermones.

Hacía frío; Las inmensas naves no podían retener el calor que no existía en el santo aposento. En un lugar de oración y penitencia cabe esperar el sacrificio y ¿Qué mayor sacrificio, para el orante, que ofrecer el frío intenso que sufre a la divinidad? Mejor eso, en cualquier caso, que el terrible cilicio o el flagelo.

Eso, al menos, pensaba aquella figura que se escondía en una de las muchas capillas laterales; en aquella, la más pequeña, siempre a oscuras, donde nadie osaba encender nunca una vela, y en la cual ningún exvoto recordaba que aquel santo recibiera adoración alguna.

Un santo yacente, olvidado, un santo innómine, que no merecía siquiera un exvotario o un triste cirial. La tímida presencia del yacente y un simple reclinatorio por todo adorno; por no haber, no había en la estancia ni cepillo

Sin embargo, para Eva, aquella capilla ejercía una atracción enfermiza. Se acercaba a ella todas las mañanas, cuando nadie visitaba el templo o, como mucho, alguna vieja beata que con monótona letanía adormecía más la estancia, En silencio se arrodillaba en el único reclinatorio, y cerraba los ojos, con devoción, sumiéndose en un estado de éxtasis acompasado por el rítmico vaivén de su cuerpo.

Nadie que la conociera bien podría imaginar qué la llevaba a aquel rincón y qué la sumía en aquel estado pues, lejos de beaterías, era una mujer de mundo, activa, dinámica, simpática y cordial; su vida se fugaba entre circunstancias absolutamente mundanas, ante las que se rendía sin oponer lucha alguna. Agnóstica y un tanto despechada con tantos mitos vanos y creencias impuestas, su postura herética era bien conocida por todos aquellos que la trataban.

Pero allí estaba, día tras día, sumida en un arrebato místico que ni ella misma entendía.


Todo empezó semanas atrás:

Durante algún tiempo solía pasear por un adormecido barrio que se le antojaba encantador y cuyas calles confluían en una pequeña placita presidida por un bello templo de porte elegante y de formas sencillas al que todos se referían como "la basílica". Frente al templo, un recogido y acogedor café se convirtió, cada día, en visita obligada. Allí, donde no conocía a nadie y nadie podía reconocerla, invertía un par de horas diarias meditando y garabateando folios en blanco con ideas para su próxima novela. El éxito aún no le había sonreído de forma definitiva en su quehacer literario, no obstante, contaba con algún premio en su cartera, lo que, desde luego, le animaba a perseverar en la compleja labor de escritora.

Un buen día, al poco tiempo de frecuentar aquel café, un joven apuesto de mirada enigmática y atractiva con el que ya se había cruzado alguna vez junto a las escaleras que daban acceso a la iglesia, se sentó en una mesa próxima a la que solía ocupar Eva. En el preciso momento en que se cruzaron sus ojos, sus miradas se contaron las historias de sus vidas y ese sólo instante fue suficiente para saber que de allí ya no saldrían como entraron.

Eva saboreó su delicioso café, celebrando el olor penetrante que desprendía, con la mirada perdida o, talvez, atrapada en los ojos que ya no miraba.

Él, inquieto, extrajo unos folios del interior de su cartera y los extendió sobre la mesa con gesto nervioso e impreciso. Comenzó a emborronar sobre el papel palabras inconexas evitando levantar la mirada.

El tiempo galopaba al mismo ritmo trepidante que los corazones desbocados de aquellos desconocidos.

Vestía un día luminoso y la brisa revoltosa se entretenía descontando de los árboles las últimas hojas secas con que tapizar una mullida alfombra sepia sobre el adoquinado de la plaza. Despertaba la mañana una alegre cancioncilla infantil, procedente de un grupo de niños que jugaban próximos, con notas que salpicaban el deambular pesado y abstraído de Eva hasta el momento preciso en que indisciplinada pelota la rescataba de sus ensoñaciones.

Cuando una interminable lista de actividades cotidianas habían consumido el resto del día y, recibiendo la noche, sentada frente a su escritorio, su pluma cedíó ante una imaginación desbordada de la que surgieron las más bellas historias.

A la mañana siguiente, cuando él llegó, no habían pasado más de unos minutos en que ella se había reunido con la humeante taza de café. Otra vez, se cruzaron los ojos, apartando tímidamente las miradas que volvían a buscarse tercas y furtivas.

Así transcurrían los días en que ella adivinaba cada palabra que él garabateaba mientras él arrebataba de sus labios, sorbo a sorbo, el café que ella degustaba.

Sin saber cómo ni por qué, se encontraron sentados en la misma mesa y charlando de mil trivialidades. Salieron juntos del café, trenzadas las manos en las cinturas y, sin otra voluntad que satisfacer el deseo que nacía impetuoso, se fundieron en un apasionado abrazo como preludio del mágico beso que se regalaron.

Apenas dieron tiempo a cerrar la puerta de la casa de Eva para que las manos buscaran y encontraran acomodo en el otro, mientras las bocas se abandonaban en un renovado beso. A cada caricia siguió otra caricia, y a cada beso, otro beso, en una danza sin pausas al ritmo que marcaban los encendidos corazones. Fuegos de artificio iluminaron el cielo en el que se perdieron, mientras torrentes desbocados de deseos corrieron por sus cuerpos. En un momento se pararon todos los relojes y el tiempo les permitió sentir eterno el gozo que les embargaba.

Sudorosos y agotados los cuerpos, jadeantes aún las respiraciones, acelerados los pulsos y satisfechas las ansias; permanecieron abrazados durante mucho tiempo más recreando la mente en el éxtasis alcanzado. Fuentes de besos tiernos y dulces fueron entonces sus bocas, y entre susurros, se musitaron palabras de amor.

"¿Te volveré a ver mañana?", preguntó Eva en un suspiro. Una lágrima cristalina asomó tímida y corrió lenta por la mejilla del joven que, quebrada su voz, dejó caer sobre Eva una enigmática frase "Mañana ya no te tendré, ya no te soñaré como te he soñado, como te he visto. Debo volver a mi realidad".

Ella no acertó a comprender aquellas palabras que, sin embargo, quedaron impresas en su mente y que adivinó definitivas. Mientras un llanto incontenible la sumía en el silencio más duro y pesado, él fue vistiéndose lentamente, sin dejar de acariciarla.

Días después, sin poder acallar la nostalgia que la afligía ni entender realmente aquellas palabras que la atenazaban a un dolor asfixiante, recogió de su buzón un misal en cuya contraportada aparecía, emborronado, un mensaje:

"Te añoro. Te querré siempre. Te esperaré todas las mañanas en la hornacina donde yace el santo sin nombre"


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